Ignacio Echevarría
Mientras Parra cavila en su casa de Las Cruces, junto al océano, Santiago asiste a un tráfico incesante de personalidades de todo pelaje. La relativa prosperidad de este país lo convierte en un destino lucrativo para los invitados a cualquier evento, sobre todo si llegan de la arruinada Europa. En lo que a cultura toca, Chile recuerda a la boyante España de años atrás. El "país pasillo", como lo llamaba Bolaño, es hoy un "país pasarela" por el que desfilan sin parar artistas y escritores de todas las latitudes. Por aquí andan estos días Mario Vargas Llosa y Rodrigo Rey Rosa, John Travolta y Björk, entre otros.
Mis amigos chilenos son en su mayor parte escritores, periodistas y editores. Admito que la perspectiva muy condensada del visitante propicia un efecto de lupa que tiende a distorsionar las impresiones obtenidas. Pero el caso es que, en mis sucesivas visitas a Santiago, no deja de llamar mi atención la calidad de una vida literaria pródiga en tipos muy talentudos. Un buen puñado de ellos han contribuido con textos inéditos al último Gutiérrez, nombre bajo el cual, guiado por su fino olfato, el inclasificable editor Andrés Braithwaite antologa por iniciativa propia, sólo cuando se le antoja, sin explicaciones de ninguna índole, a prosistas, narradores y poetas chilenos de toda franja. El resultado es contundente respecto a la excelente salud de la literatura chilena. En la insólita Gutiérrez concurren esta vez nombres como los de Pablo Azócar, Alejandra Costamagna, Rafael Gumucio, Leonardo Sanhueza, Roberto Merino, Marcela Fuentealba, Carlos Labbé, Germán Marín, Matías Rivas, Marcelo Mellado, Diego Maquieira, Yuri Pérez, Erik Pohlhammer, Alejandro Zambra y un largo y notable etcétera.
Pero en Santiago conviven, interseccionándose o no, distintos círculos literarios. Uno de ellos se ciñe a la figura irreductible de Pedro Lemebel, con quien me encuentro en la justamente afamada librería Metales Pesados, de su amigo Sergio Parra. Desde allí nos vamos a un bar vecino donde Lemebel me pone al corriente de sus andanzas. Entre otras cosas, me dice que sólo con resignación consiente que lo clasifiquen entre los nuevos cronistas. Lemebel se muestra suspicaz respecto a este género tan celebrado de un tiempo a esta parte, tan defectuosamente definido. Echa a menudo en falta el sustento autobiográfico de una mirada que las más veces cuesta distinguir de la del tradicional reportero periodístico, y sugiere que en buena medida se trata de un género de diseño, por así decirlo, aupado sobre el caché de unas cuantas revistas pitucas. Lo dice con su malicia característica, riéndose con los ojos entrecerrados, inalterable bajo su pañuelo anudado a la cabeza, vestido hasta los pies con un llamativo shari de color amarillo membrillo.
El día siguiente los diarios darán noticia del fallecimiento de Daniel Zamudio, que ha agonizado durante 25 días después de la brutal paliza que, por ser homosexual, le propinaron cuatro jóvenes neonazis. Entretanto, el nuevo curso acaba de comenzar y empiezan a calentarse los motores del movimiento estudiantil que parece haber zarandeado -con mucha más fortuna que el movimiento del 15-M español- la hasta hace poco embrutecida conciencia del país.