Ignacio Echevarría



Suelo quejarme de la dificultad que parece tener nuestro sistema cultural en enhebrar un debate que no pase por el cedazo de lo personal y que se centre en el objeto de discusión. Lo hice la última vez a propósito de una columna - "Proletalirismo cult"- que dio lugar a torcidas interpretaciones acerca tanto de sus intenciones como de su contenido. Uno de los escritores a los que en esa columna aludía, Alberto Olmos, salió al paso de mis palabras, y lo hizo de manera educada, por lo que me siento impelido a contestarle, persuadido de que podemos acercar posiciones.



Olmos replicó a mi columna en un artículo publicado en Qué Leer. Parece que los conductores de este magacín esperaban de él un texto insolente o incluso insultante, pues presentan el artículo anunciando que Olmos "responde en tono conciliador a una diatriba del crítico-leñador Ignacio Echevarría". Al mentecato que redactó la entradilla, quienquiera que sea, habría que explicarle el significado de la palabra diatriba. Por mi parte, y para consolarlo de que Olmos no la emprendiera a hostias, prometo hablar un día de la crítica forestal.



Pero vuelvo con Olmos, a quien, contra lo que algunos piensan, no se la tengo jurada, ni mucho menos; más bien simpatizo con sus ganas de jaleo y su capacidad de riesgo, otra cosa es que discrepe de sus opiniones y de muchas de sus actitudes.



En su artículo, Olmos desmiente -y estoy muy dispuesto a aceptarlo- que cuando señala su condición de "escritor cuya familia no manejaba libros" lo haga con el deseo de que sus obras se midan de forma diferente "a como se miden las de Javier Marías". Vale. Se postula luego como voluntarioso habitante -y representante, también- de un "territorio extrarradial" respecto a lo que cabe entender por sistema literario. En este territorio, dice, "en esta república invisible" ("en contraposición a los medios tradicionales y de sus agentes activos", añade), "la literatura se ama, pero lo literario se detesta".



Pasemos por alto el sofisma que supone discernir entre la literatura y lo literario. Pienso que se entiende bien adónde apunta Olmos, con cierto espíritu demagógico que suele emplear muy astutamente. Y aunque mi columna no iba, ni mucho menos, por ahí (pues yo lo que impugnaba era la pose de la autenticidad y su tendenciosa confrontación con lo que entienden algunos por alta cultura), recojo con resignación su argumento y me animo a matizarlo. Lo hago diciendo que en ese "territorio extrarradial" lo literario -y entiendo por ello no solamente la mecánica viciosa que determina la circulación de libros, autores y reputaciones, sino también toda la fraseología idealista que confunde literatura con preciosismo y sentimentalidad, que la entiende como una mermelada de la vida interior- suele apestar tanto o más que en las zonas más céntricas.



Lo extrarradial -cosa bien distinta es lo marginal, o lo extraterritorial, pero no es a eso a lo que Olmos se refiere, que conste- describe sólo una posición relativa respecto al centro, y suele presuponer, además, un deseo de estar cerca de él; de integración, en definitiva. Otra cosa es que desde ahí la cosa esté más cruda, qué putada. En lo que a literatura toca, los malentendidos prosperan en un sitio como en otro, y va siendo hora de desactivar el topicazo que imagina el mundo editorial como una especie de club de golf, y si no que me explique Olmos qué rayos hace allí dentro. Habrá caminos por los que abrirse paso, digo yo, aunque no se tengan padrinos (¿cuántos los tienen?). Distinto es que no encuentren esos caminos o que tengan más dificultades para transitarlos quienes practican según qué tipo de literatura que no se adapta a los estándares hegemónicos. Pero eso no tiene que ver necesariamente con la extrarradialidad, ojo.



El maniqueísmo con que Olmos describe a los pobladores de su "república invisible", los timbres dickensianos con que dice de sí mismo que "sólo he querido alentar a los huérfanos y dignificar la literatura", tienen más que ver, por emplear sus términos, con "lo literario" que con la literatura. Sin duda es saludable denunciar el corporativismo, las falsedades y los mercadeos que proliferan en el sistema literario. También ando yo en eso, Olmos. Pero la dignidad de la literatura misma -si es que tiene algún sentido hablar así- no depende exclusivamente de la indignidad de sus traficantes y usurpadores. Antes depende de la dignidad de lo que se escribe. Y muy pocos, extrarradiales o metidos en el ajo, pasan ese examen.