Faulkner'‘s World. Foto: M. J. Dain
Decía Faulkner: "El día en que los hombres dejen de tener miedo, volverán a escribir obras maestras, es decir, obras perdurables". Y uno, extrañado, se pregunta a qué tipo de miedo debía de referirse.¿Miedo a la muerte? ¿Miedo al fracaso, al daño, a la miseria?
Quizá miedo a las palabras, simplemente. Y no sólo a las grandes palabras -esas que Faulkner no tenía empacho en emplear-, sino también a las palabras todavía sin pulir, ásperas, enrevesadas, oscuras; a aquellas que se adentran en zonas de sombra donde no llega la luz de la razón, a menudo ni siquiera la relativa claridad de la sintaxis, y que por eso mismo despiertan quizá confusión, y entrañan dificultad y zozobra.
"Requeriría una ardua labor y cálculos muy precisos lograr que las combinaciones verbales expresen lo que Faulkner pretende que expresen... Es cierto que su nuevo estilo le ha permitido verter impresiones con más exactitud que antes; pero los pasajes ininteligibles por culpa de una profusión de pronombres, o que hay que releer por deficiencia de la puntuación, no son resultado de un esfuerzo por expresar lo inexpresable, sino los efectos de un gusto indolente y una labor negligente."
Así se expresaba Edmund Wilson a propósito de Intrusos en el polvo. Pero ésta es sólo una de los centenares de declaraciones -muchas provenientes de lectores tanto o más excelentes aun que Wilson, entre ellos algunos de los más grandes escritores contemporáneos- que integran el abultado dossier relativo a la dificultad de Faulkner, a la irritante proliferación de sus "imposibles estruendos bíblicos" (Nabokov).
A la vista de ese dossier, y de sus displicentes o exasperados dictámenes, cuesta explicarse el enorme ascendiente de Faulkner sobre la narrativa americana y europea de la segunda mitad del siglo XX. Un ascendiente que cobra, en el ámbito de la lengua castellana, proporciones sencillamente asombrosas, pero cuyo rastro cuesta muchísimo detectar en la actualidad.
Para justificar ese ascendiente, hay que considerar el prestigio del que gozó durante unas pocas décadas lo que alguna vez se ha llamado "estética de la dificultad"; un prestigio asociado a los resplandores de la alta cultura en un momento histórico marcado por el acceso masivo a la cultura letrada de nuevas capas de población que hasta hacía bien poco habían permanecido al margen de ella.
El descrédito galopante de esa "estética de la dificultad" convierte a Faulkner en un viejo maestro cuyo poder de irradiación parece quedar fuera de esta época. De hecho, ya lo parecía cuando Wilson lo señalaba como una especie de "primitivo", extraño a "las técnicas de la novela moderna, con su ideal de eficiencia tecnológica y su especialización de los medios para alcanzar el fin".
Puede que el magisterio de Faulkner sólo pueda ser asumido cabalmente por parte de quienes están dispuestos a adentrase con armas y bagajes en el mismo territorio selvático y ruinoso que él exploró. Puede que la marca de quienes se deciden a ello sea la de ejercer, como el propio Faulkner, un magisterio intimidante y dislocado, absorto. Baste pensar en Juan Carlos Onetti y en Juan Benet, en la posición tan indiscutible y a la vez tan obviada que ocupan en sus tradiciones respectivas.
Por los tiempos en que Faulkner emergía como narrador, Adorno alertaba sobre la rebaja del pensamiento que conlleva el sacrificio de la complejidad sintáctica; la claudicación implícita que él reconocía en las pretensiones de lucidez, de dureza objetiva, de claridad que profesan tantos escritores modernos.
Faulkner atribuía a esta rebaja del pensamiento una profunda dimensión ética. Su estilo es el campo de batalla en el que, exponiéndose valientemente a la derrota, la palabra pugna por abrirse camino hacia esas "grandes verdades fundamentales" a las que él mismo se orienta. El miedo al que él se refiere, ese miedo que a su juicio impide a los nuevos narradores escribir obras maestras, es -por decirlo con palabras de Adorno- el "miedo suscitado por el mercado, el miedo al cliente que no quiere esforzarse y al que fueron adaptándose primero los redactores y luego los escritores". Un miedo que entretanto ha sido a tal punto interiorizado por la mayoría de éstos, que ya ni siquiera lo experimentan como tal, y les mueve -a ellos y a sus lectores- a ver a Faulkner y a sus seguidores, cada vez más escasos, como excéntricos representantes de una especie en extinción, digna de ser protegida y contemplada quizá con veneración, pero con curiosidad arqueológica, apenas concerniente.