Eterna
Por Ignacio Echevarría Ver todos los artículos de 'Mínima molestia'
13 julio, 2012 02:00Ignacio Echevarría
De un tiempo a esta parte observo, extrañado, que unos y otros emplean comúnmente, en relación a cualquier cosa, el calificativo "eterno". Eterno sería, al parecer, el actual equipo del Barça, con su palmarés de victorias. Eterno es o ha sido o seguirá siendo Josep Guardiola, cualquier cosa que ello implique. Y así, como quien no quiere la cosa, llegamos, de eternidad en eternidad, a esa frase con la que, el día siguiente a la victoria de la selección española en la Eurocopa, el enviado especial de El Mundo comenzaba, en la portada del periódico, su exultante crónica desde Kiev: "España es eterna".
Él no fue el único que para la ocasión puso en juego este concurrido concepto. El enviado especial de El País, por ejemplo, titulaba su propia crónica con las palabras: "Una exhibición para la eternidad". Y como él, otros muchos que, en la euforia del triunfo, soltaron sin pudor toda suerte de enormidades.
Algunos tienen motivos para, una vez pasado el subidón, sentirse abochornados. Como sea, confieso el sobresalto y el estupor que me produjo leer lo de "España es eterna", entre tantas otras lindezas. Pertenezco a una franja generacional -quizá fuera más propio decir a una cultura política- que no puede reprimir la aprensión que le suscita una afirmación como ésa. A lo mejor se trata de la rémora de una determinada educación todavía muy prejuiciosa, conforme a la cual el nombre de España combina mal con según qué adjetivos. No digo que no. Lo que sí digo es que, más allá del disgusto que uno pueda experimentar hacia ciertos arrebatos estilísticos ("España es eterna, como las canciones que permanecen cuando los amores pasan", rezaba, completa, la frase con la que abría su crónica el enviado de El Mundo), a algunos nos produce un repelús más profundo, de connotaciones sin duda ideológicas, la ligereza con que se emplean ciertas expresiones que, además de aberrantes o absurdas -cuando no cómicas-, refrescan fraseologías que sería preferible abstenerse de atizar.
Comprendo que esto pueda parecer un exceso de suspicacia. Acepto, incluso, que escandalice a quienes no tienen empacho en ostentar con toda jactancia los símbolos nacionales. Y estoy dispuesto a admitir que la mejor réplica a mis aprensiones sea la que subraya la insignificancia de una frase como la que las suscita, al menos en el contexto en que se presenta.
Días antes de la final de la Eurocopa, comentando entre amigos la sorprendente proliferación de banderas españolas incluso en ciudades como Barcelona, donde no es frecuente verlas colgar de los balcones, hubo quien me hizo reparar en el hecho de que para las nuevas generaciones los colores de la bandera son, antes que nada, los de un equipo de fútbol.
Es una buena manera de desdramatizar la cuestión, tanto por un lado como por el otro. Puede que sea saludable, en definitiva, que el orgullo patrio se formule, avive y encauce por vías aparentemente tan inofensivas como las hinchadas.
Así y todo, y a riesgo de herir susceptibilidades, considero oportuno reclamar una mínima higiene estilística a los periodistas deportivos. No es sólo que uno prefiera, por simple pudor, no verlos cometer según qué florituras. Es que no debería hacer falta recordarles que hay una directa relación de causa efecto entre la fraseología que prospera en una determinada sociedad -tanto más si lo hace en un ámbito tan extendido y enardecido como es el deportivo- y las actitudes y comportamientos que esa misma sociedad está dispuesta a dar por válidos.
Decir que cualquier cosa es eterna no deja de ser, hoy más que nunca, una chorrada, nadie lo duda. Tanto más si se dice en relación a algo tan accesorio y pasajero como es una gloria o una marca deportivas. Pero la cosa se complica cuando empiezan a producirse desplazamientos supuestamente trillados e inocuos, como el que comporta identificar a un país con un equipo de fútbol. Y no me refiero ahora, como sería de esperar, al efecto placebo de sentirse triunfadores en estos tiempos de vergüenza y de miseria. No, no es eso a lo que me refiero.