Ignacio Echevarría
Dorothy Emily Stevenson (1892-1973), sobrina lejana de R.L. Stevenson, pertenece a la melancólica legión de escritores que, habiendo conocido en su tiempo un éxito sensacional, no han tardado en quedar relegados a los desvanes de la memoria, allá donde un buen día topa con ellos un editor curioso en busca de saldos y rarezas. Esto último parece conllevar cierta esperanza de redención para tantos autores que, ya en vida, estiman haber quedado injustamente olvidados. Pero no hay que llevarse a engaño: lo cierto es que cuanto suele acumularse en esos desvanes son trastos y más trastos, casi siempre inservibles, y encontrar en ellos una pieza valiosa sólo a medias puede atribuirse al azar, como bien saben traperos y anticuarios. Por lo general, la probabilidad de que ello ocurra es proporcional a la riqueza en que hayan vivido los dueños de la casa. Y aquí es donde se deja sentir el peso de una tradición literaria como la inglesa, cuya opulencia la ha obligado a amontonar en sótanos, golfas y cuartos de servicio lo que, transcurrido cierto plazo, y a la vista de lo que corre hoy en día, se le antojan a cualquiera auténticas joyas.
Entre estas joyas menudean las novelas escritas por respetables damas de clase media, de una cultura nada despampanante pero dotadas de una imaginación cordial y no pocas veces alborotada, también de un delicado sentido del humor; cualidades que, si no para introducirse en los sofisticados círculos de la literatura más exigente, les sirvieron para ganarse el favor de un público masivo, muchos menos estupidizado de lo que hoy entendemos por tal cosa. Un público educado en la afición por la literatura en general, todavía no especializado en ese producto libresco que se conoce en la actualidad por best-seller.
El libro de la señorita Buncle (1934), que en su día gozó de una enorme fortuna, es una "deliciosa" comedia coral. Discurre sobre los escándalos y los trastornos que en un pacífico pueblecito inglés ocasiona la publicación de una novela inspirada en la vida y en los habitantes del lugar. La novela está firmada por un tal John Smith, flagrante seudónimo bajo el que se camufla la identidad de algún vecino de la localidad, pues nadie que no viviese en ella podría tener un conocimiento tan detallado de sus pobladores. Sólo el lector sabe lo que nadie sospecha, pese al frenesí empleado en descubrirlo: que la autora es una solterona que, acuciada por las estrecheces económicas, ha probado fortuna con la escritura, y que, carente de imaginación, ha recurrido para inspirarse a lo que tenía más a su alcance.
Del todo ignorante de las mecánicas del mundo editorial, la señorita Buncle mandó su manuscrito a la primera editorial que aparecía en la lista, y el señor Abbot, el dueño de la misma, enseguida olfateó los valores de un libro sobre el que él mismo no acierta a distinguir si ha sido escrito por un genio o por un imbécil, pues a ratos se le antoja una sátira sutil y a ratos el producto de una mente cándida y simplona.
Una duda semejante podría volcarse sobre los alcances de las reflexiones que El libro de la señorita Buncle sugiere sobre los poderes de la literatura, sobre la capacidad de intervenir en la realidad que comporta todo intento de representarla, sobre sus efectos transformadores, sobre las borrosas fronteras entre la ficción y la verdad, sobre la escurridiza naturaleza de lo que se reconoce vulgarmente por realismo.
Como sin pretenderlo, la novela de Stevenson ofrece un amenísimo pretexto para la discusión de estas espinosas cuestiones.
En cuanto a la señorita Buncle, su caso probablemente avivará las fantasías de no pocos escritores "espontáneos" que harían bien, de paso, en tomar nota de la recomendación que se deduce de él: la de echar mano, a la hora de empezar a escribir, a materiales que uno conoce de muy cerca, evitando en lo posible, eso sí, la común tentación de hablar de uno mismo.