Ignacio Echevarría



Sorprende la aprensión que todavía hoy provoca en cualquier escritor verse calificado como escritor profesional. Los cambios profundísimos producidos durante las últimas décadas en la esfera cultural no han conseguido desplazar la tortuosa idea que sobre este oficio divulgó el imaginario romántico, y ocurre así que al mismo autor que reprime una sonrisa de envanecimiento cuando se lo tacha de escritor de culto, o de escritor exigente, incluso -llegado el caso- de escritor popular, se le escapa un mohín de disgusto cuando se lo llama escritor profesional.



De un tiempo a esta parte, sin embargo, casi todo escritor públicamente reconocido que ha perseverado algunos años en su dedicación termina siendo a los efectos, cualquiera sea su punto de partida, y tanto más si ha logrado cierto éxito, un escritor profesional, sin que de ello tenga por qué derivarse ningún descrédito.



En La inspiración y el estilo (1966), Juan Benet proponía la siguiente definición: "El escritor profesional es aquel que sistemática y sustancialmente debe vivir de los frutos de su pluma y que, por consiguiente, se ve obligado a fijar su atención en aquel trabajo que le rinde mayores beneficios (íntimos y externos) y en aquella índole del mismo que suscita el mejor favor del público".



Encuadraba Benet estas palabras en una más amplia reflexión acerca del efecto distorsionador que sobre el escritor maduro ejerce su propia obra; acerca de la manera en que, conforme progresa y consigue ser ampliamente aceptada, su propia obra incide sobre la modalidad de su inspiración, sobre el libre ejercicio de sus facultades y de sus métodos.



Profesionalidad y madurez son contemplados por Benet como aspectos de un mismo proceso, que se intensifica en la medida en que convergen. Escribe Benet: "Más que el presunto agotamiento de la inspiración, estimo que el exceso de confianza en sus propias facultades, y la seguridad y estabilidad de un estilo, son las amenazas más graves que se ciernen sobre el proyecto literario de un hombre que ha alcanzado el grado de madurez". A lo que añade: "La obra que ha edificado el escritor maduro pesa sobre él, y no en vano; el público que le ha aplaudido reclama, y no sin exigencia; el refinamiento y la autocrítica que le han empujado hasta la gloria le han restringido también su campo de acción y prefiguran su obra futura con un condicionamiento excesivo".



Benet explora la dinámica de las relaciones que se establecen entre un escritor y su propia obra, y le atribuye resonancias de carácter moral. El compromiso que el joven escritor adquiere con su propio proyecto literario, y que por lo general empieza siendo un compromiso sólo consigo mismo, con el tiempo -y con éxito mediante- deriva paulatinamente, dice Benet, "en un compromiso con terceros". La libre inspiración se vería así mediatizada por la voluntad -quizá instintiva- de adaptarse a los propios logros y a las expectativas que éstos alientan.



Cuesta dar con un escritor mayor de cincuenta años que, habiendo alcanzado reputación y fortuna, eluda este proceso -que obra la mayor parte de las veces de manera inconsciente. Mirando alrededor, la reflexión de Benet contribuye, por ejemplo, a comprender la evolución literaria de los más conspicuos escritores españoles del momento; y no me refiero ahora a los escritores llanamente comerciales, sino a aquellos que gozan de más amplia y consolidada reputación, como pueden ser ahora mismo, salvadas las distancias, Javier Marías y Enrique Vila-Matas.



Las últimas novelas de estos narradores -como antes las de escritores como Mario Vargas Llosa, o incluso como Ricardo Piglia, por mantenernos en el ámbito de la lengua española y referirnos a escritores merecedores de atención- revelan, en grado sin duda distinto pero comúnmente apreciable, los efectos que según Benet suelen acarrear el éxito y la madurez, tanto más si ambos se superponen en el mismo escritor al mismo tiempo. En todos los casos se advierte cómo, en lugar de dilatar sus alcances, la bien ganada confianza en sus propios recursos y el experto control de sus efectos tienden a constreñir en estos escritores su campo de acción y parecen prefigurar su obra futura (lo cual, dicho sea entre conciliadores paréntesis, no ha de estimarse por fuerza calamitoso, ni siquiera decepcionante).



La persistente naturaleza de su carácter, de sus manías y obsesiones, determina sin duda el encajonamiento de sus horizontes; pero en ello interviene además, qué duda cabe, su labrada condición de escritores profesionales, en el más venial sentido de este concepto, también en el más peligrosamente acomodaticio.