Ignacio Echevarría
Sorprende detectar esta actitud en inteligencias jóvenes y despiertas, a ratos se diría que acaparadas por la fruición que les procura descifrar lo nuevo que las rodea y hacerlo conforme a sofisticadas categorías, deshaciéndose de los viejos y ya inservibles esquemas. No es de extrañar, luego, la mansedumbre que otros -más memos- ostentan sin pudor, como marca de pertenencia a un futuro del que se sienten felizmente pioneros y abanderados. Y la desconfianza que tantos muestran hacia toda manifestación de inconformismo o de rabia, hacia lo que se les antoja, no sin impaciencia, una fatigosa e inconducente casuística de la queja.
Escribo esto a propósito de un reportaje publicado días atrás en El Periódico Global en Español. El reportaje, firmado por Daniel Verdú, discurría sobre un asunto que ha puesto en el candelero el amago de demanda del actor Bruce Willis contra Apple por no permitirle traspasar a sus hijas, en herencia, su al parecer inmenso archivo de descargas musicales. Me refiero al debate -en absoluto irrelevante- sobre el alcance de los derechos que uno adquiere cuando paga por descargar contenidos de la Red.
Verdú encuestaba sobre el tema a tres personalidades con opiniones a tener en cuenta: Javier Celaya, experto en nuevas tecnologías; Simone Bosé, presidente de EMI Music España, y Eloy Fernández-Porta, narrador y ensayista. Sólo el primero manifestaba reparos a un sistema de venta y de consumo que favorece la abolición de lo que hasta el presente ha sido un vehículo esencial para la transmisión de la cultura, tanto en la esfera privada como en la pública: las colecciones personales, entendidas no como simple acumulación de objetos, sino como una elocuente selección de los mismos. "Teníamos unos derechos que ganamos en el mundo analógico y que no deberíamos perder en el mundo digital", postula Celaya.
Mucho más contemporizador se manifestaba Bosé, quien estima que "todavía nos aferramos a un romanticismo materialista de otra época". Bosé pronostica un cambio profundo en "la valoración de la propiedad"; pero de sus palabras se deduce que dicho cambio, mira tú, afectará exclusivamente a los clientes y usuarios de las propiedades acaparadas por las grandes empresas, no a éstas. "¿El precio?", se pregunta sonrientemente: "Lo pone el que comercializa los contenidos".
Por su lado, Fernández-Porta, siempre afilado, lleva el problema más allá, y no sólo asegura que "la posesión de los formatos inmateriales no es un derecho humano" (vale, pero entonces, ¿cómo es que trafican con ellos creadores, agentes, empresarios y piratas?), sino que, en relación a la herencia, pone en cuestión el concepto de consanguinidad, y lo hace en los siguientes términos: "La noción del cuerpo humano se ha transformado, de modo que la consanguinidad solo puede ser entendida como un accidente biológico reversible. Los derechos que siempre venían con ella no se aplican. Es el tema central del asunto poshumano".
Una observación interesante, sin duda, además de intimidante, por mucho que se le antoje a uno demasiado futurista, dado que, fuera de lo relativo a los derechos de los usuarios, nada parece de momento socavar los tradicionales mecanismos de transmisión de las propiedades, materiales o intelectuales, tampoco la tendencia a la acumulación que dichos mecanismos alientan y garantizan. Menos aún parece remitir, todo lo contrario, el concepto mismo de propiedad, como -según señala el propio Eloy- demuestran las políticas de patentes.
Al margen de esto, del carácter en absoluto accidental de la consanguinidad y de los privilegios que todavía transmite, tanto por vía directa como indirecta, tangible o intangible, parece dar cuenta el hecho, sin duda anecdótico pero significativo en este contexto, de que Eloy esté dando clases en la misma Universidad en que lo hacía su padre, de que Bosé pertenezca a la dinastía familiar de los Bosé de todos conocidos, o de que el mismo Daniel Verdú trabaje como periodista en el diario al que está ligado su padre.
Será que, además de la transmisión de objetos y de derechos, la consanguinidad favorece la de muchas otras cosas menos cuantificables pero que nutren y dilatan el amplio y no siempre objetable concepto de herencia, a cuyo campo semántico remite la noción misma de cultura.