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Mínima molestia

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Por Ignacio EchevarríaVer todos los artículos de 'Mínima molestia'

12 octubre, 2012 02:00


Hace tres semanas publiqué en esta misma sección un artículo titulado "Becarios". Lo escribí a partir del testimonio directo de algunos estudiantes, con el propósito de denunciar una situación que juzgo abusiva. Si no fuera porque ya soy gato viejo y me consta que, por mucho viento que sople, aquí no se mueve ni una hoja, hubiera podido temer la contestación enojada del representante de alguna universidad o de cualquiera de las empresas que emplean becarios. En lugar de eso, un amigo me rebotó los comentarios que a mi artículo hacía en su facebook el escritor Antonio J. Rodríguez (Madrid, 1987), quien tachaba mi actitud de "voluntariosamente bienpensante y conformista", para luego escribir respecto a la situación que yo trataba de dibujar (apuntando en particular a los becarios que hacen sus prácticas en editoriales que no pocas veces los explotan escandalosamente): "Sólo se trata de la oferta y la demanda. Si no te gusta lo que hay... construye tu propio sello".

De no conocer su procedencia, hubiera atribuido esta réplica a algún jerarca cultural del PP o al ejecutivo de alguna editorial. Pero no, su autor es uno de los jóvenes que, en el mismo número en que apareció mi artículo, encuestaba este suplemento para un reportaje sobre la que algunos llaman tontamente "generación ni-ni" (ni estudian ni trabajan). Allí Rodríguez enumeraba las muchas cosas que no ha parado de hacer desde sus tiempos de becario en prensa. Supongo que es por virtud de su loable tesón y su satisfactoria experiencia personal que discrepa de la denuncia de un sistema de explotación laboral que abusa de la ignorancia, la buena fe, la candidez, acaso, o simplemente la bobería de unos estudiantes ingenuamente fiados de la Universidad a la que se han matriculado. Allá estos si, tras apuntarse a unas prácticas laborales decepcionantes, no aciertan a reaccionar a tiempo ante una situación de hecho, inhibidos tal vez por la timidez, la inseguridad, la presión de los padres y del entorno, o la ansiedad por asomarse al mundo laboral.

Por frecuentes que sean, no termino de acostumbrarme a tales manifestaciones de manso pragmatismo entre jóvenes a los que, como a Rodríguez, atribuyo una inteligencia alerta y una saludable voluntad de ocupación del espacio cultural. De ahí que haya leído con interés un libro que la editorial Alpha Decay publica estos días, y que parece condenado a producir irritación y ser acaloradamente rebatido. Me refiero a Dejad de lloriquear, de Meredith Haaf (Múnich, 1983), un provocador ensayo que se postula como severo autorretrato de la generación de los nacidos durante la década de los ochenta, una generación a la que se ha tratado de tildar con varios nombres, entre ellos los de Generación Perdida, Generación Becaria o, peor todavía, de los Empollones Tristes.

Leo en el libro de Haaf, en referencia a esta generación a la que ella misma pertenece: "Ya al comienzo de nuestra socialización hemos interiorizado completamente el mandato neoliberal según el cual cada persona es la única responsable de la salvaguarda de sus intereses". Palabras que ayudan a explicarse posiciones como las de Rodríguez y otros muchos, respecto al asunto de los becarios -muy presente, por cierto, en el libro- y tantos más.

Pese a sus timbres panfletarios, Dejad de lloriquear viene a ser un sólido reportaje periodístico que, en un tono quizá demasiado contrito y ecuménico, afea a los actuales jóvenes su doblegada inmadurez y su apatía. El talento de Haaf para la observación crítica de hábitos y conductas recuerda en sus mejores momentos a las tiras cómicas de Maitena sobre la generación anterior. También aquí el campo de observación parece limitado a una determinada franja social: la de la clase media acomodada, concretamente la europea. Si bien Haaf, a la que anima una decidida voluntad de agitación, no se caracteriza por su humor, y las consignas que lanza para movilizar las conciencias resultan decepcionantemente voluntaristas.

Será difícil que los interpelados se reconozcan en el retrato robot que Haaf les brinda: éste se les antojará a menudo burdo o caricaturesco. Pero será igualmente difícil que no admitan como propios algunos de los rasgos que les atribuye. Y entre los más concernientes, quizá se cuente el particular diagnóstico que hace de su abulia política y de su escasa conciencia social.

Por repetidas que hayan sido las llamadas a sacudirse de la inmovilidad y el absentismo a que parecen constreñirlos estos dos rasgos, nunca está de más reiterarlas, y Haaf lo hace con viveza y convicción ciertamente persuasivas.