Ignacio Echevarría



En Chile, el mundillo editorial, y más ampliamente el de la gente vinculada al libro, lleva un tiempo revuelto. Los últimos meses estuvieron marcados por la campaña en favor de la rebaja del IVA sobre los libros, que en ese país, desde los tiempos de Pinochet, es del 19%, el mismo que se aplica generalmente a todo tipo de productos. Nada se lleva conseguido con la campaña, pero entretanto el ambiente ha vuelto a calentarse -y mucho- tras conocerse, el pasado 12 de septiembre, la lista oficial de los títulos que el Estado, por medio del Consejo Nacional del Libro y la Lectura, compra anualmente para su distribución en la red de bibliotecas del país. Se trata de 116 títulos, de cada uno de los cuales el Estado comprará trescientos ejemplares. Una cantidad bastante sustanciosa si se atiende a la tirada promedio de cualquier libro en Chile, y que por lo tanto puede suponer un buen respiro para pequeñas editoriales con cierta vocación cultural.



La lista de este año ha escandalizado a todos. "La banalidad de muchos de los títulos adquiridos -declaraba el presidente de la Cámara Chilena del Libro- habla por sí misma, en comparación con la calidad e importancia bibliográfica de los títulos que no han calificado o que aparecen en lista de espera". Nadie se explica muy bien los criterios empleados. Sin duda no es tarea sencilla delimitar cuáles son las necesidades de las bibliotecas y, en atención a ellas, decidir cuáles, entre la multitud de libros sobre las más diversas materias, merecen un apoyo estatal. Pero cuesta aceptar que, dada la abultada concurrencia, sea oportuno priorizar títulos como Amor: los secretos del Feng Shui y la aromaterapia, Cuaderno de recetas, Supersticiones y creencias con historia, Baby Chef o Anecdotario del fútbol chileno II.



El poeta Leonardo Sanhueza formulaba las preguntas adecuadas en un artículo publicado en el diario Las Últimas Noticias: "¿A quién están destinados esos libros? ¿Qué necesidad cultural se pretende satisfacer con su compra? ¿Hay algún vínculo entre esta compra al peso y los programas de promoción de la lectura con que las autoridades del ramo se hacen enjuagues bucales cada 23 de abril? ¿Cómo se pretende que la creación literaria nacional, la misma que a menudo es financiada por el propio Estado, tenga una adecuada difusión en los sectores menos privilegiados de la sociedad, si justamente la institución encargada de ello se lava las manos e impide con su desidia que la literatura actual llegue a las bibliotecas de Chile?". Preguntas que iban seguidas de una pesarosa reflexión sobre las desatendidas dificultades de tantas editoriales que trabajan "con muy escasos márgenes de ganancia y grandes dificultades de distribución, y a pesar de ello se han convertido en potentísimos agentes de la creación literaria".



Durante su campaña presidencial, Sebastián Piñera justificaba su resistencia a rebajar el IVA sobre los libros aduciendo que sólo cabía aplicar un trato de privilegio a aquellos "que vale la pena leer". ¿Y cuáles son esos libros?, se preguntaba. Para contestarse: los que prefieren la mayoría de los lectores. Y si bien parecía otorgar la máxima autoridad al criterio de esta mayoría, no se molestaba en explicar cómo llega a formarse. En la práctica, sin embargo, a todos consta que ese criterio se orienta principalmente en función del gregarismo que invita a optar por aquello que ya goza previamente de aceptación, o bien por aquello de cuyas excelencias persuaden las más agresivas y aplastantes campañas publicitarias. Pese a lo cual, parece evidente que las compras del Estado se han hecho en atención a las demandas del mercado.



El caso chileno bien puede servir de ilustración sobre los desaguisados a que dan lugar las llamadas políticas culturales cuando se carece -como ocurre también en España- de una idea clara de qué es cultura y cuáles las razones por las que vale la pena fomentarla. Ilustra también los malentendidos que suele entrañar la obsesiva incentivación a la lectura cuando se carece de un marco, por amplio que sea, en función del cual discriminar qué es preferible leer. Plantea, por último, el papel que cumple al Estado no sólo como administrador sino también como promotor de la cultura de un país. Ninguna de estas cuestiones, ni tantas otras que sugiere el resbaladizo concepto de política cultural, acechado siempre por el fantasma del "dirigismo", es ajena a la situación que se vive en España, donde, como en Chile, pero encima aupadas ahora al vendaval de la crisis, las autoridades culturales no cesan de desbarrar.