Ignacio Echevarría
Es en este contexto en el que ha tenido lugar un desdichado episodio protagonizado por el historiador y sociólogo Santos Juliá, columnista habitual del diario. El detalle de lo acontecido -y de otros muchos asuntos relacionados- puede obtenerlo el lector en el blog titulado "Contra el ERE de El País" (www.ere-elpais.com), yo lo resumo a grandes trazos. El blog, por cierto, lo escribe Victorino Ruiz de Azúa, un histórico de El País y del grupo PRISA.
El caso es que en su última columna (última de verdad), Santos Juliá hacía dos alusiones que la dirección del diario estimó inconvenientes. Una, referida a la desigualdad de las retribuciones del mismo. Y la segunda, una mención muy de pasada a Enric González, otro histórico de El País, excelente corresponsal, quien, después de sufrir censuras y represalias por haber escrito según qué cosas, hace menos de un mes se despedía del diario publicando en el magazín digital Jot Down un post en el que apuntaba las razones de su decisión y donde declaraba, "con todos los respetos", que también a él le causa "horror y una cierta repulsión" la figura de Juan Luis Cebrián.
El responsable de Opinión del diario señaló a Juliá que sus dos alusiones resultaban improcedentes, y éste las suprimió de su columna. Pero en la versión digital la columna se publicó íntegra (ya no lo está), y por ahí saltó la liebre y se corrió la voz de que se había empleado la tijera. No fue así en rigor, pues, como replicó Vicente Jiménez, director adjunto de El País, se trató más bien de "autocensura". Autocensura inducida, digamos. Santos Juliá lo admitió con pesar: "Se me hizo una sugerencia respecto al texto y yo cometí el error de aceptarla". Poco después, en un gesto que le honra, se dio de baja como columnista del diario.
Al calor de este episodio y de otros igualmente miserables, un buen número de colaboradores y articulistas de El País enviaron al Comité de Redacción una carta en la que expresaban su "inquietud y malestar" por lo que está pasando. Lo mejorcito de la casa firmaba esa carta, que no ha debido de sentar nada bien a la dirección, enrocada en una actitud que está dando lugar a un clima de intimidación y amenazas por su parte.
Sé por experiencia propia lo reconfortante que puede ser para los concernidos una carta como esa. Sé también lo inútil que es si no va ligada a actitudes más resueltas, sin esperar a que sigan sucediéndose amordazamientos y defecciones, además de despidos. Los recientes pronunciamientos de Forges y de Maruja Torres, dos "intocables", invita a pensar que tales actitudes podrían llegar a sucederse.
El desmantelamiento de El País no ha empezado ahora. Hace al menos una década que este diario fue secuestrado por intereses que nada tienen que ver con las premisas que lo inspiraron y que cuestionan su independencia. Me pregunto cuánta responsabilidad cabe a colaboradores y articulistas por haber consentido que las cosas lleguen a estos extremos. Si con el peso de sus firmas no hubieran podido en su momento alertar, primero, y luego presionar oportunamente para que la dirección del diario corrigiera su rumbo. En lugar de eso, han tolerado que el deterioro del periódico fuese socavando y mermando lentamente el prestigio y la credibilidad de su propia opinión, que resuena en un altavoz cada vez más saturado de extraños ruidos, regalías, servidumbres e interferencias.
Recordarán algunos cómo, allá por los ochenta, José Luis Aranguren se refería a El País como un "intelectual colectivo". Como tal, actuó de referencia inexcusable en esos años, con vigilante sentido crítico y extraordinaria autoridad moral. Haber abaratado y en cierto modo envilecido ese capital es una responsabilidad asimismo colectiva, cuyo daño para el tejido ético y cultural de este país es gravísimo y probablemente irreparable.