Ignacio Echevarría
"Después de Henry" es una de las piezas recogidas en Los que sueñan el sueño dorado, una estupenda antología de crónicas, artículos y ensayos de Joan Didion recientemente publicada por Mondadori y armada con excelente criterio por Claudio López de Lamadrid. La sensibilidad alerta -severa y vulnerable a la vez- de Didion; su estilo directo, quebrado, inconcluyente; su modo tan intrigado y tan reticente de observar la sociedad norteamericana de su tiempo, proveen a todos los textos reunidos en este volumen de un encanto muy particular.
Es característico de Didion este modo de traslucir, al hablar de Henry Robbins, su propia fragilidad, su dificultad como escritora; los complejos, la complejidad con que ha ejercido su oficio.
Dice a continuación, respecto a esa tarea de sentarse a solas a escribir: "Se trata de una empresa complicada, que requiere que el editor no solo mantenga una fe que el escritor únicamente comparte a rachas intermitentes, sino también que le caiga bien el escritor, algo que no es fácil. Los escritores casi nunca son gente agradable. No aportan nada a la fiesta, se dejan la diversión en la máquina de escribir".
Didion está pensando sin duda en sí misma, y pensando en un modelo de relación editor-escritor que entretanto, en apenas dos décadas, ha quedado casi completamente obsoleto.
Tendría interés profundizar en las razones de esto último. Y hacerlo, sí, en la dirección que sugiere Didion, cuyo peculiar punto de vista la mueve a fijarse siempre en los motivos menos obvios. Y así, observa que "como el negocio de la edición no es más que una empresa muy marginalmente provechosa que atrae a gente que siente esa marginalidad de forma demasiado dolorosa, gente que se pone a la defensiva o que se siente degradada porque no pueden sentarse a las mesas en que juegan los peces gordos (ni organizando fusiones ni dirigiendo estudios de cine, ni siquiera protagonizando los planes de primera línea que tiene hoy en día el papel en las editoriales), se ha vuelto bastante natural que los editores cojan los miedos del escritor, los refuercen y conviertan a este en un accesorio necesario pero en última instancia carente de importancia del mundo ‘real' de la edición".
De modo conmovedor, Didion trabaja su propia susceptibilidad, que es tanto de orden psicológico como social, y sitúa sus explicaciones en el nivel de lo material y de lo personal.
Recordando, emocionada, cómo en cierta ocasión Henry Robbins fue capaz de tomar un vuelo nocturno de Nueva York a California con el único propósito de "tranquilizar a una escritora nerviosa" (ella misma) y ayudarla a enfrentar su miedo a dar una conferencia en Berkeley, dice Didion: "En el mundo real los editores tienen acceso a jets privados G-3 de empresa y prefieren irse de crucero por las Galápagos con los tiburones empresariales en los que ellos todavía no se han podido convertir. Los editores que sienten menosprecio por la posición de los de su clase pueden encontrar consuelo en transmitirle ese menosprecio al escritor, que no suele tener jets privados G-3 y a quien se puede considerar dependiente de la generosidad de la editorial".
Didion escribe esto todavía en el umbral de las profundas transformaciones que el mundo editorial iba a experimentar durante la última década del siglo XX, no sólo en Estados Unidos. Piensa en las estructuras cada vez más jerarquizadas que en los grandes grupos editoriales han dado lugar a un tipo de ejecutivo que ya en nada recuerda al editor tradicional. Percibe la quiebra de ese tipo relación semipaternal que en su caso particular fue decisiva para su desarrollo como escritora. Y teme por los escritores como ella misma, frágiles y desamparados.