Image: Músicos y tahúres

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Mínima molestia

Músicos y tahúres

Por Ignacio Echevarría Ver todos los artículos de 'Mínima molestia'

14 diciembre, 2012 01:00

Ignacio Echevarría


En The Zen of Bennet (2012), un excelente documental dirigido por Unjoo Moon, Tony Bennett desgrana, en clave confidencial, numerosas anécdotas relacionadas con su larga carrera artística. Y entre ellas cuenta la siguiente, que dice haber oído de boca de su protagonista.

Ocurrió que, hallándose todavía Duke Ellington en los comienzos de su carrera, Clive Davis, por entonces en Columbia Records, lo llamó un día a su despacho para decirle que se veía en la penosa situación de prescindir de él porque -argumentó- sus discos no se vendían. Ellington lo miro con sorpresa y le replicó, impasible: "Creo que la cosa es al revés: yo soy el que hace la música, y es usted el que vende discos".

Para quienes no terminen de pillarlo: lo que "The Duke" venía a decirle al pobre Davis era que quienes estaban haciendo mal su trabajo eran los de Columbia. Y al parecer tenía razón, vaya si tenía razón, visto lo que vino después.

La anécdota tolera ser trasladada al contexto de la industria editorial, donde tantas veces les toca a los escritores oír eso mismo de boca de sus editores: que sus libros no se venden. A lo que ellos podrían replicar, como hizo Ellington: "Yo escribo los libros, es a usted al que le corresponde hacer que se vendan".

El caso es que al oficio de editar libros va aparejado, por grosero o irritante que resulte, el imperativo de venderlos. Es cierto que hay editores capaces de publicar determinado autor o determinado título a sabiendas de que muy difícilmente van a cubrir la inversión que eso les supone. Por lo general, sin embargo, el editor cabal apuesta por el título o por el autor en cuestión más o menos confiado en que reúne cualidades susceptibles de agradar a los lectores; a los suficientes lectores, en cualquier caso, como para justificar el riesgo de publicarlo. Otra cosa es que luego no disponga del talento o de los recursos necesarios para conseguir que el libro llegue a manos de los lectores adecuados.

Para que eso ocurra, el editor precisa del concurso de al menos dos intermediarios: los agentes comerciales y los libreros. A unos y otros los guía el mismo interés que al editor: vender. Preferiblemente, vender mucho. Pero aquí es donde la cosa se tuerce. Pues la lógica del vendedor lo mueve a apostar una y otra vez -al menos hasta que se agota la racha- al número ganador. De manera que se priorizan una y otra vez los autores y las tendencias que gozan ya de un éxito probado. Y he aquí que el editor se las ve y se las desea para conseguir una mínima visibilidad para libros cuya fortuna no está decidida de antemano. Libros que no hayan obtenido un premio sonado, que no hayan sido escritos por autores ya muy populares o consagrados, libros que no hayan sido objeto de una exitosa adaptación al cine, que no vengan precedidos de una ola de escándalo, que no traten con morbo algún asunto de "rabiosa" actualidad...

¿De qué recursos dispone un editor para llamar la atención sobre los libros -la mayoría- que no cumplen ninguno de estos requisitos? Bueno, eso depende en no poca medida de la envergadura de la editorial. Pero también de una serie de estrategias comunes que en algunas ocasiones -no siempre- pueden resultar eficaces. Dejando a un lado la publicidad directa, que suele ser demasiado cara, lo más común es la promoción a través de toda suerte de vías, ninguna determinante de éxito: presentaciones, entrevistas, festivales, dossiers de prensa, agitación vía internet o telefónica... En otro tiempo los suplementos literarios pudieron ser contemplados como plataformas susceptibles de seleccionar y de calibrar la abrumadora oferta de novedades conforme a criterios ecuánimes, abstraídos de las modas y de las reputaciones más o menos infladas. Pero entretanto han ido perdiendo influencia, debido entre otras razones a la inoperancia de una crítica al parecer incapaz tanto de reformularse como de ofrecer un contraste acusado y si conviene polémico a la allanadora fraseología de la publicidad o del periodismo cultural.

Así las cosas, la inercia que mueve a tantos editores a publicar insistentemente un número de libros a todas luces superior a su capacidad de abrirles camino en medio de la indiferencia generalizada, se antoja insensata, o al menos tan mecánica como la forma compulsiva en que un apostador rellena semanalmente varias quinielas. Pero el oficio de editar no era, al menos hasta hace poco, un oficio de tahúres. ¿O sí?