Ignacio Echevarría



De un tiempo a esta parte, conversando con escritores amigos -novelistas la mayoría de ellos-, he observado cierto desánimo o más bien cierta molicie en su forma de referirse a su propia actividad creadora. Hablo de escritores y escritoras que se hallan más o menos en mi franja generacional (cuarenta y largos, cincuenta y pocos), que han obtenido hace ya tiempo una cierta visibilidad, que gozan de buena reputación, y que no se han sometido enteramente a las consignas del mercado, quiero decir que se mantienen alejados del circuito de los premios literarios y no han hecho industria de su propia figura pública.



Al preguntarles, casi rutinariamente, en qué andan metidos, si están enfrascados en un nuevo libro, la respuesta de estos escritores a los que me refiero (media docena como mucho, no se vayan a pensar, yo no soy encuestador) ha sido, por lo general, poco entusiasta. Algunos de ellos me han respondido que se estaban tomando un tiempo de descanso, de parón, para mejor ocuparse de otras cosas. Otros me han hablado de proyectos de libro, sí, pero me han dejado claro que se lo estaban tomando con calma, que no sentían ninguna prisa.



Las razones aportadas por unos y otros, más o menos coincidentes, arrojan, sumadas, un acorde de tenue desaliento, de rebaja de la tensión productiva, también de escepticismo.



La debacle en que se halla sumido el negocio editorial está dando lugar a una reconfiguración del horizonte de expectativas que hasta hace poco se le abrían a un autor ya publicado y más o menos en órbita. La competencia entre los editores, avivada por los tejemanejes de los agentes literarios, propició en las últimas décadas una dinámica algo ansiosa, conforme a la cual convenía a un novelista no demorarse más de tres años en publicar una novedad, así fuera a modo de entretenimiento. La escalada de los adelantos, y un extenso tejido de ingresos complementarios, derivados de colaboraciones en prensa y todo tipo de "bolos" (charlas, mesas redondas, cursos de verano), permitían a no pocos autores mantener un estatus -más o menos consolidado, más o menos confeso- de escritor profesional, por mucho que este término no deje de despertar en unos y otros todo tipo de aprensiones.



Pero todo esto se está yendo al garete, como quien dice. A la caída vertical de las ventas de libros se añaden las incertidumbres acerca del futuro de la industria editorial y su vulnerabilidad frente a la piratería y los nuevos hábitos de lectura (o de pseudolectura), todo lo cual conlleva una rebaja de los adelantos y una desaceleración de los ritmos de producción. Los recortes presupuestarios en materia de cultura han esquilmado las oportunidades de enhebrar bolos mínimamente suculentos, y el lento pero progresivo desmantelamiento de la prensa escrita ha recortado drásticamente los honorarios con que antes se retribuía una colaboración periodística, del tipo que fuera.



A cierto tipo de escritor que a duras penas sobrevivía como tal, las cosas se le están poniendo realmente difíciles. Cada vez es más improbable que le quepa obtener una remuneración proporcional al esfuerzo y la concentración sostenidos que reclama la redacción de una novela más o menos exigente. El empeño de escribirla pese a todo habrá que ponerlo a cuenta, imagino yo, del impulso que empuja a hacerlo de todas formas; y a cuenta también, supongo, de la satisfacción que ha de procurar conseguir lo que uno se había propuesto, con más o menos dudas, con más o menos forcejeos.



Para los escritores a los que me he referido, sin embargo (distinto es el caso de los más jóvenes o todavía emergentes), esta satisfacción hace ya algún tiempo que va quedando mermada por la desazón creciente que conlleva lanzar un libro cuando, por un lado, las probabilidades de que encuentre a sus lectores son cada vez más exiguas, y por otro -y esto es sin duda lo más desalentador-, no hay una interlocución pública, un diálogo crítico de una mínima credibilidad y resonancia que permita al menos contrastar las propias convicciones e incertidumbres, ubicarse en un territorio determinado, alinearse significativamente con según qué posiciones, éticas o estéticas. Tanto o más que la catástrofe económica, es, pues, la indigencia del debate cultural, su insolvencia, las que explican que cundan el desánimo y el retraimiento, y que eso esté ocurriendo precisamente entre los escritores de los que, por haber llegado a una madurez conquistada con talento y tenacidad, más cabe esperar.