Ignacio Echevarría



Se me ocurrió ver la otra noche El manantial (The Fountainhead, 1949), la película de King Vidor basada en la novela homónima de Ayn Rand, publicada en 1943. Tanto la película como la novela arrastran consigo una pintoresca leyenda que las ha convertido, no sin buenas razones, en objetos de culto. Si se meten en Wikipedia encontrarán datos interesantes sobre ambas, y de paso se enterarán de que Jimmy Wals, uno de los fundadores de Wikipedia, tiene a Ayn Rand "como una de las fuentes de inspiración de su vida", ya ven qué cosas.



No he leído la novela, pero ver la película sobre el trasfondo de estos tiempos que corren es una experiencia interesante. No es cuestión de glosar aquí las vehementes ideas de Ayn Rand, una campeona del liberalismo a ultranza, cuya filosofía "objetivista" (rúbrica bajo la que es comúnmente conocida) viene a sostener -cito por Wikipedia, fuente particularmente autorizada en este caso- "que el propósito moral de la vida es la búsqueda de la propia felicidad o ‘interés propio racional', y que el único sistema social acorde con esta moralidad es el de capitalismo puro". Chúpate esa.



El título tanto de la película como de la novela procede de una frase de esta última en la que se lee: "El ego del hombre es el manantial del progreso humano". Tal es la idea que articula el vibrante discurso que hacia el final de la película endosa Howard Roark -el arquitecto visionario que tan bien encarna Gary Cooper-- al jurado que ha de decidir si se lo condena o no por haber dinamitado todo un complejo urbanístico que traicionaba sus ideales. No tiene desperdicio, el discurso (muy apropiado para debatir el candente asunto de la propiedad intelectual). Al parecer, ni el mismo Gary Cooper -y ello habla en su favor- lo terminó de entender.



Les cuento todo esto de oídas. Sé muy poco de Ayn Rand, y después de ver El manantial no me han quedado demasiadas ganas de profundizar en su obra, que entretanto se ha convertido en la biblia del Tea Party (por estos pagos la recomienda apasionadamente Fernando Sánchez Dragó). Pero me admira y me intriga que Rand decidiera hacer de su personaje un arquitecto funcionalista (el personaje de Howard Roark se inspira vagamente, como es bien sabido, en Frank Lloyd Wright).



Entre los apuntes que Antonio Gramsci escribió durante su prologado cautiverio se encuentra uno titulado Literatura funcional. Dice en él (corrían los años treinta del pasado siglo): "Me parece que el concepto de racionalismo en arquitectura, o sea ‘funcionalismo', es muy fecundo en consecuencias, en principios de política cultural. No es casual que haya surgido precisamente en estos tiempos de ‘socializaciones' (en sentido amplio) y de intervención de fuerzas centrales para organizar las grandes masas contra los residuos del individualismo y de estética del individualismo en política cultural". Tanto en las palabras de Gramsci como en las de Ayn Rand reverberan las tensiones de la época. Lo notable es que, como ocurre tantas veces, interpreten tan opuestamente un mismo indicio.



"¿Qué corresponde en literatura al ‘racionalismo' arquitectónico?", se pregunta Gramsci. "Sin duda la literatura según un plan, es decir la literatura ‘funcional', según una dirección social preestablecida". A lo que añade: "Es extraño que el racionalismo sea aclamado y justificado en la arquitectura y no en las otras artes". Y poco después: "En el fondo siempre se trata de ‘racionalismo' contra el arbitrio individual".



Las reflexiones de Gramsci transitan sobre un terreno enormemente resbaladizo, pero tienen el acierto de encuadrar muy convenientemente una cuestión pocas veces planteada: ¿cabe hablar de una literatura funcional? La pregunta no es baladí, se perfile o no sobre el asunto tantas veces traído y llevado de la literatura comprometida, de la literatura política o de la literatura de ideas.



Extrañamente, estas categorías -que tanta alarma y condescendencia suscitan- suelen vincularse a la izquierda cultural, quizá porque a ella le corresponde hacer explícita la dirección de su modelo social, cosa que a la derecha no le hace falta. Por eso mismo vale la pena considerar la idoneidad de esta etiqueta, la de "literatura funcional", para calificar a tanta literatura que, sin escándalo de nadie, y muchas veces sin saberlo sus propios autores (menos aún sus lectores), trabaja entusiastamente en una dirección social preestablecida: la que nos ha traído hasta aquí mismo, y aquí nos tiene. Fritos.



Y no hace falta leer a Ayn Rand para saber de qué estoy hablando.