Ignacio Echevarría



Lo que sigue está escrito sin ánimo alguno de provocación, créanme, menos aún de molestar a nadie. Pretendo solamente poner sobre la mesa una cuestión que no me parece irrelevante, a saber: la que plantea el hecho de que la crítica literaria que se practica en España, más en concreto la crítica que se hace en los suplementos culturales de difusión nacional -que, guste o no, sigue siendo la más representativa-, esté en buena parte en manos de críticos ya bastante entrados en edad, casi ninguno por debajo de los sesenta años, algunos muy por encima. Me refiero a los críticos más señeros, aquellos a cuyas manos suelen ir a parar las novedades de mayor relieve, a quienes se concede más espacio para sus comentarios, y que gozan en consecuencia de una mayor visibilidad e influencia. Muy en particular, me refiero a los críticos que comentan con regularidad las novedades de narrativa española, el campo de actuación en el que, por razones obvias, un crítico acapara mayor responsabilidad y obtiene mayor lucimiento.



Podría conectar este hecho -el de la edad ya muy avanzada de los críticos- con el dato de que entre ellos no se cuenten apenas mujeres. No sería una conexión arbitraria, ni tampoco inoportuna. Pero, de momento, vamos a dejar de lado este asunto demasiado chispeante, que merece otro tipo de reflexión, seguramente más grave. La que invito a hacer aquí es la que se pregunta sobre la capacidad de un crítico para mantener tensa su receptividad y su aptitud de acercamiento y de comprensión para obras de autores mucho más jóvenes, que escriben en una lengua cada vez más distanciada de la suya, en un marco de referencias y conforme a unos códigos que le resultan a menudo extraños, cuando no se le escapan del todo.



Dicha capacidad no queda mermada solamente por la edad: también por la posición que el crítico va ocupando con el tiempo, en función de su notoriedad, y que le hace cada vez más difícil el acceso a autores, títulos, editoriales que no sean los que ponen delante suyo las inercias de las rutinas y los circuitos consolidados, de los prestigios ya acuñados, de sus propias inclinaciones.



Por supuesto que un crítico puede contrariar estas inercias, y puede también mantener muy viva y espoleada su atención hacia lo nuevo, incluso hacia lo radicalmente nuevo. Y aun si no fuera así, el crítico con autoridad ya cumple un servicio encarnando eso mismo: la autoridad frente a la que lo nuevo tiene que armarse y resistir, a la que tiene que persuadir o vencer.



Lo peor es cuando, lejos de ejercer esa autoridad, el crítico temeroso de haber perdido el paso de lo nuevo ejerce la condescendencia y consiente senilmente con todo. Preferible es que descargue su incomprensión y la ponga en evidencia, permitiendo ver cuánto en ella obedece a los prejuicios, a la hipertrofia del propio gusto, a la fosilización dentro de sí mismo del criterio de su época, y cuánto a la invalidez, a la insolvencia, a la falsedad o a la servil obediencia y previsibilidad de la obra que se somete a su juicio.



Como sea, no deja de ser preocupante -por sintomática- la falta ya no digo de relevo, sino de ampliación del espectro generacional de los críticos que colaboran en los principales suplementos culturales de la prensa española. En lo tocante a la narrativa y a la poesía españolas -pero no solamente-, el staff de la crítica de nuestro país sigue siendo hoy muy semejante al de hace veinte años. Ni siquiera parecen emerger suplentes bien perfilados para suplir las vacantes de críticos retirados o ya fallecidos, como mi querido y muy admirado Rafael Conte, en el que no dejaron de manifestarse algunas de las lacras del crítico ya resabiado, lacras que él mitigó con lucidez y osadía, y con su proverbial buen talante.



No pocos de sus antaño colegas siguen en su lugar: Ricardo Senabre, Juan Antonio Masoliver Ródenas, Joaquín Marco. Más jóvenes, Santos Sanz Villanueva, José-Carlos Mainer, J.M. Pozuelo-Yvancos, Ángel Basanta. La cancha que en este mismo suplemento se da a voces como las de Care Santos o Ernesto Calabuig (los dos narradores, por cierto) no deja de ser comparativamente insuficiente, aun con testimoniar una saludable voluntad de poner remedio a la situación. ¿Cuál?



La de una crítica cada vez más susceptible de ser tachada de gerontocrática, escasísimamente contrastada y renovada.