Ignacio Echevarría



A finales de 2006 pudo verse en Madrid, expuesto en la galería Distrito Cu4tro, un retrato de Fogwill firmado por el colectivo Mondongo. El retrato pertenecía a una serie dedicada a personalidades argentinas. Como es usual en las producciones de Mondongo, para los distintos retratos se empleaban, siempre con intención, los más diversos materiales. El retrato de Che Guevara estaba hecho con balas; el de Maradona, con cadenitas de oro; el de Eva Perón, con panes. El de Fogwill, como el de Borges, con hilos de algodón. Más concretamente, con 17 kilómetros de hilos de algodón de diferentes colores, enredados sobre una tabla de madera. Era -es- un retrato impresionante. La densa trama de hilo procuraba al rostro de Fogwill -absorto, ligeramente pasmado- una poderosa carnalidad.



Un detalle de ese retrato sirve de ilustración de la cubierta de La gran ventana de los sueños (Alfaguara, Buenos Aires), el primer inédito de Fogwill que se publica después de su inesperada muerte, en agosto de 2010. El detalle escogido es el ojo derecho de Fogwill, que observa al lector con su mirada de tigre. O de león, como prefiere Fabián Casas, que dedica a Fogwill el último de sus "ensayos bonsai", recientemente reunidos y publicados en un volumen muy recomendable (Todos los ensayos bonsai, Mondadori).



"El Viejo León del Zoo", titula Fabián el ensayo sobre Fogwill, donde se lee: "El Viejo León del Zoo -porque ahora lo recuerdo así- era tímido y muy emotivo. Con la sensibilidad a flor de piel. Y para defenderse tiraba zarpazos y meaba el entorno en lugares inapropiados". Y más adelante: "Extraño su voz, su risa. Su generosidad. Su mal genio. No reivindico su inteligencia. La inteligencia es algo que puede tener cualquiera. Es un don. Reivindico su bondad. La bondad es algo que uno trabaja, que uno aprende a ser".



No estoy de acuerdo con Fabián. La inteligencia no es propiamente un don. Es más bien un músculo. Como la bondad, también hay que ejercitarla. Por no hacerlo, por creerse que es un don que se posee por las buenas y que no hace falta cultivar, muchos que uno tenía por inteligentes andan por ahí convertidos en unos memos. Todos hemos sido testigos -lo somos cada día- de estas penosas involuciones.



No es el caso de Fogwill. Igual que nadaba durante horas para mantenerse en forma, igual que se preocupaba del modo más eficiente por ayudar a quienes apreciaba, él educaba su inteligencia, esmerándose como pocos en dotarla de precisión, de agudeza, de resistencia. Así cabe constatarlo, una vez más, en La gran ventana de los sueños, libro armado por el mismo Fogwill a partir de las anotaciones que durante buena parte de su vida, al despertar, fue haciendo de sus propios sueños. Se trata de un texto insólito, originalísimo, quizás el más revelador y concerniente que he leído sobre la materia.



Nada de ademanes sapienciales, nada tampoco de interpretaciones mitológicas o psicológicas: en lugar de eso, breves narraciones -esquemáticas, sugerentes- de un puñado de sueños, interpoladas de consideraciones muy diversas sobre la naturaleza de esos sueños, a veces recurrentes, sobre su sistema de representación y sobre su significado posible.



Con extraordinaria perspicacia, y poniendo en juego todo tipo de implicaciones (comprendidas las políticas, las económicas, las sociológicas, y no sólo las culturales), Fogwill explora la gramática de los sueños sin ningún afán concluyente, simplemente atraído por el enigma que le proponen en cuanto individuo, en cuanto ciudadano, en cuanto narrador.



¿Qué relación cabe establecer entre los sueños y la ficción? ¿Hasta qué punto se desvirtúan cuando son narrados? Lo que llamamos soñar, ¿no es, de hecho, recordar los sueños? ¿Cuánto hay de invención en el trabajo de evocación de los sueños? ¿Y en el de su transcripción? Releer lo que uno mismo ha escrito, ¿no se parece a recordar un sueño? ¿Hasta qué punto el cine nos ha enseñado a componer y relatar mejor los sueños?



Tales son algunas de las cuestiones que brotan al hilo de este libro espléndidamente decantado, surgido del goce de soñar mucho antes que del tedioso afán de aportar "muestras para las biopsias del alma o del deseo". Surgido de la convicción de que "el sueño, entre otras cosas, es también un aprendizaje de la irrealidad, un ejercicio indispensable para sobrevivir a la realidad de los otros". Fogwill, aún, sí, qué buena noticia. Visitándonos desde sus propios sueños, después de muerto.