Ignacio Echevarría
-Tienes que hacerte un nombre en el Reino Unido. Olvídate de Estados Unidos por el momento. Es deprimente. Ese despliegue del ego. El negocio de Mailer. Roth, las uvas todavía verdes de Roth. Y lo que la gente no entiende cuando alaba a Hemingway y a Fitzgerald es que tanto el uno como el otro son malos escritores. ¡Malos, malos!
La esposa de Theroux, contrariada:
-Pues a mí me gusta mucho Suave es la noche...
Y Naipaul:
-Falsa emoción. Falso estilo. Todo es forzado. Las cartas a su hija son excelentes, no hay falsedad en ellas. Sólo un padre que se dirige a su hija. Pero sus novelas no dicen nada.
Siempre conviene escuchar a Naipaul, aun cuando se manifiesta en sentido tan contrario a nuestras querencias. Pero conviene escucharlo, sobre todo, en las escasas ocasiones en que se muestra abiertamente aprobatorio, dado que es muy difícil que su oído tan exigente, tan susceptible a toda infatuación retórica, se equivoque cuando da algo por bueno.
De ahí el valor que, en medio de su diatriba contra algunas de las vacas sagradas de la narrativa estadounidense, tiene el elogio que hace de las cartas de Fitzgerald a su hija Scottie. Elogio que cobra mayor peso aún si se considera que, siendo él mismo un adolescente (como la Scottie de esas cartas), también Naipaul, recién llegado a Oxford con una beca de estudios, recibió durante varios años frecuentes cartas de su padre (cartas que dio a publicar en 1999, y que en España editó Debate en 2006, bajo el título Cartas entre un padre y un hijo).
Las Cartas a mi hija, de Francis Scott Fitzgerald, que Alpha Decay acaba de publicar, son en verdad excelentes, como Naipaul dice. Y lo son por las razones que él señala: no hay en ellas artificio alguno, ninguna impostación literaria. Se trata de eso mismo: de las cartas que a su hija escribe un padre solícito, culposo, vigilante, exigente, a veces enojado, a menudo agobiado, siempre amoroso. Es decir, un padre típicamente moderno, abrumado por los problemas económicos, atenazado por el fracaso, absorbido por la costosa tarea de madurar (por fin madurar, aunque sea a golpes), angustiado por que su hija cometa los mismos errores que él y que su madre, errores entre los que se cuenta el haberse casado ambos con la persona equivocada.
Las cartas abarcan desde el verano de 1933 hasta muy poco antes de la muerte de Fitzgerald, en diciembre de 1940. Es decir, los años del desmoronamiento personal, de "El Crak-Up" que Fitzerald describió magistralmente en el artículo así titulado, de febrero de 1936. El mismo título fue empleado por Edmund Wilson para la colección póstuma de ensayos, apuntes y cartas de Fitzgerald reunidos y publicados por él en 1946 (y que muy oportunamente Capital Swing reeditó en español el año pasado). Allí podían leerse ya algunas de las cartas a Scottie que Alpha Decay publica ahora, traducidas con esmero por Albert Fuentes, y precedidas de un conmovedor prólogo de la propia Scottie.
Que nadie se acerque a estas cartas en busca de glamour y de pasos de baile, de fraseos brillantes y de música de jazz. Que no lo haga porque lo que se va a encontrar es solamente lucidez y desencanto; arrepentimiento y tenacidad; una virilidad esforzada; cuentas, planes, regateos; un apasionado convencimiento en el valor del propio gusto literario y en el saber y la técnica adquiridos mediante la escritura; una conciencia social orientada inequívocamente a la izquierda; consejos, advertencias, más consejos; un amor incondicional, pero también crítico, no exento de severidad. En definitiva, la prosa no pocas veces sórdida de la paternidad que ha sobrevivido dolorosamente a la utopía de la familia y que no tiene otra herencia que transmitir que la propia, terrible experiencia.