Ignacio Echevarría



Había visto el anuncio otras veces, siempre en estaciones de ferrocarril. En cada ocasión había sentido la misma leve irritación, experimentada con enfado o con sorna, según el momento. Pero se trataba de una irritación pasajera, en la que no tenía sentido perseverar, menos aún profundizar tratando de aislar los resortes que la activaban.



Hasta que, días atrás, viajé en tren de Gerona a Barcelona en compañía de una estudiante de Humanidades, que preparaba un inminente examen sobre "Discursos y Tradiciones Artísticas desde la Modernidad". Entre las lecturas obligatorias de la asignatura se contaban, para mi sorpresa, las "Tesis de filosofía de la Historia" (1940) de Walter Benjamin. Un texto complejo, sin duda, cuya cabal comprensión me temo que reclama un bagaje cultural de bastante mayor peso que el que tienen oportunidad de adquirir durante la carrera los universitarios actuales, sobre todo si pertenecen al Plan Bolonia, con su drástica fragmentación del tiempo dedicado a cada una de las materias impartidas. El caso es que la estudiante en cuestión tenía algunas dificultades para entender del todo algunos pasajes particularmente oscuros del texto. Por mi parte, me las vi y me las deseé para hacérselos algo más inteligibles, dado que no es en absoluto fácil glosar el pensamiento de Benjamin, que avanza por medio de saltos, a golpe de alegorías, y que en esas tesis combina con su característica audacia categorías propias del marxismo y del misticismo judío.



Como sea, entre los velos de su estilo inimitable, fueron emergiendo -emborronadas por mis explicaciones y a pesar de ello prodigiosamente seductoras- algunas de las ideas de Benjamin sobre la Historia. Entre ellas se cuenta -en la famosa tesis VII- la que observa la espontánea empatía que el historiador tradicional experimenta por el vencedor. "Quienquiera que haya conducido la victoria hasta la actualidad -escribe Benjamin-, participa en el cortejo triunfal en el cual los dominadores de hoy pasan sobre aquellos que yacen en tierra. Como suele ser costumbre, llevan en triunfo el botín. Se lo designa como bienes culturales".



Benjamin atribuye al "materialista histórico" la tarea de recordar que esos "bienes culturales" deben su existencia "no sólo al esfuerzo de los grandes genios que los han creado, sino también a la servidumbre anónima de sus contemporáneos". Y a continuación lanza una de sus frases más citadas, aunque no siempre bien entendida: "No existe documento de cultura que no sea a la vez documento de barbarie".



No hubo tiempo, durante el trayecto en tren, de repasar todas las tesis de Benjamin. Pero al llegar a la estación del Paseo de Gracia, en Barcelona, y descender del vagón, nos topamos de frente con el anuncio al que me he referido. Es el anuncio de una compañía que gestiona soportes y productos publicitarios en trenes y estaciones. El anuncio -bastante cutre, todo sea dicho- consiste en la fotografía de una estatua de Julio César sobre un fondo de ruinas romanas. En lo alto del cartel se lee, con letras grandes: "Si no te recuerdan, no importa lo bueno que seas". Y abajo, en pequeño: "Comfersa: la publicidad inteligente".



¿A quién pudo ocurrírsele un lema como ése? ¿Y cómo es posible que una empresa lo asuma alegre y jactanciosamente?



La cuestión es que, tanto a la estudiante como a mí, el cartel se nos antojó -entre risas- un oportuno e irónico comentario del texto al que veníamos dando vueltas. Se me hizo explícita, de pronto, la razón del enojo que me había embargado en otras ocasiones al ver aquel anuncio, con su brutal y cínica ostentación de pragmatismo. Sin pretenderlo, el dichoso lema ejemplifica a la perfección la inmoralidad del relato que articula históricamente el pasado, siempre en beneficio y loa de los vencedores, ellos sí no importa lo buenos que sean.



Benjamin se representaba al ángel de la Historia empujado por el huracán del progreso, los ojos "desmesuradamente abiertos" vueltos hacia un pasado en el que, "donde a nosotros se nos manifiesta un cadena de datos", él sólo alcanza ver "una catástrofe única que amontona incansablemente ruina sobre ruina".



En el anuncio de marras, Julio César da la espalda a esas ruinas, y mira hacia delante con su ciega mirada de bronce.



Vaya.