Ignacio Echevarría

"Hoy no se erigen demasiadas estatuas de escritores", escribía George Steiner en 1969, "pero, contradiciendo las predicciones más pesimistas de Sainte-Beuve, es posible que muy pronto se erijan estatuas a los críticos."



Sainte-Beuve, de hecho, pese a esas predicciones, cuenta, solamente en París, con al menos dos estatuas: la que puede verse en el Jardin du Luxembourg, y el soberbio busto que, desde lo alto de un pilar, preside su tumba en el cementerio de Montparnasse.



A la vista del inusual despliegue informativo con que la prensa internacional ha dado la noticia del fallecimiento de Marcel Reich-Ranicki, me pregunto si también a él acabarán erigiéndole una estatua. No me parece deseable, pues al crítico reseñista debería estarle vetado todo trato con la posteridad. Pero si eso llegara a ocurrir, la razón de que se la erigieran no debiera ser, ni mucho menos, el valor sin duda muy apreciable de sus artículos y ensayos, algunos excelentes, sino precisamente el portentoso relieve y representatividad que consiguió dar a ese oficio hoy en franca decadencia: el del crítico reseñista.



A propósito de Lukács, Steiner decía que "en el siglo XX no es fácil para un hombre honrado ser crítico literario". Y no lo fue, seguramente, para Reich-Ranicki, muy dado a repetir que "la primera obligación de un crítico es la sinceridad". Pero, ¿lo es realmente? ¿La primera? Tengo mis dudas. Y son dudas que repercuten en el juicio que me merece la idea que Reich-Ranicki se hacía de su propia función como crítico.



Para él, la sinceridad se traducía en apasionamiento, rotundidad y vehemencia, cualidades que lo distinguían, ciertamente. Pero la honradez del crítico, según Steiner, exige que éste alcance "una visión clara de la naturaleza dependiente y subsidiaria de la crítica y de la historia literaria". Y fue ésta una perspectiva que Reich-Ranicki tendió más bien a obviar.



El gran pope de la crítica alemana se mantenía fiel a la vieja creencia en la autonomía de la obra de arte. Según él, los críticos venían a ser unos "mediadores entre el arte y la vida cotidiana […] entre la eternidad y las necesidades del momento". De lo que se desprende que, como tantos otros, también él pensaba que el arte y la vida pertenecían a órdenes distintos, escindidos. Y lo que resulta aun más embarazoso: que creía que había reservada para las obras de arte algún tipo de eternidad.



Reich-Ranicki labró su prestigio y su autoridad por la misma época en que Hans Magnus Enzensberger anunciaba "el crepúsculo de los recensores". Ya hacia finales de los sesenta, su figura y cuanto encarnaba era repudiada por los críticos más jóvenes y radicales de su país. Pero, paradójicamente, fue en las tres décadas siguientes en las que, tras su meteórica carrera como colaborador del diario Die Zeit, dirigió con fortuna el suplemento literario del Frankfurter Allgemeine Zeitung, y alcanzó la cima de su popularidad con El cuarteto literario, programa televisivo que ejerció una enorme influencia.



El caso es que, durante cerca de medio siglo, Reich-Ranicki supo cómo corresponder a las demandas de una muy amplia franja de lectores necesitados de orientación a la hora de satisfacer sus inquietudes culturales. En unos tiempos de grandes transformaciones tanto en la industria del libro como en los medios de comunicación de masas, él acertó a capitalizar con talento el prestigio que en las clases medias sigue emitiendo la cultura literaria, de la que se erigió en árbitro, pontífice y divulgador.



Su propio éxito desinhibió su arrogancia, y lo expuso, ya casi anciano, a papelones lamentables, como esa célebre portada de Der Spiegel en que aparece haciendo trizas un libro de Gunther Grass. Desinhibió también un gusto mediano y más bien conservador, cuando no pacato, que se nutría, eso sí, de una amplísima y bien digerida cultura.



Al frente de uno de sus libros más notables, Los abogados de la literatura (Galaxia Gutenberg, 2006), figura el siguiente epígrafe de Walter Benjamin (autor al que Reich-Ranicki malcomprendió penosamente): "No se debe olvidar que, para lograr algo, la crítica debe estar absolutamente convencida de su propia valía". Nadie podrá negarle a Reich-Ranicki ese honorable convencimiento, al que cabe atribuir sin duda lo mucho que logró.