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Mínima molestia

Menos lugar

18 octubre, 2013 02:00

Ignacio Echevarría

Nadie discute que el sector editorial padece una grave crisis, pero tanto sus causas como las posibilidades de superarla siguen siendo motivo de todo tipo de especulaciones por parte de cuantos tienen intereses en la industria del libro. En las inevitables conversaciones a que ello da lugar, sorprende constatar la frecuencia con que unos y otros acuden todavía, para explicarse lo que está ocurriendo, a razones como el precio de los libros, la incidencia que sobre el mismo tiene el IVA, las políticas editoriales, la competencia del libro digital o las importantes mermas que ocasiona la piratería. No dudo que la concurrencia de estos y otros factores haya tenido un efecto determinante del estrepitoso derrumbe de las cifras de ventas de libros, pero me parece cada vez más evidente que el factor decisivo, el que mejor ayuda a comprender lo que está ocurriendo, es otro: el desplazamiento de la actividad lectora a segmentos cada vez más marginales de la vida cotidiana.

Toda una gama de tiempos 'muertos' que muchos empleaban en leer va quedando invadida, de pocos años a esta parte, por las actividades sucedáneas que brindan los teléfonos inteligentes. Los trayectos en tren, en metro o en autobús; las esperas en el médico o en la cola de una ventanilla; las fugas de cualquier rutina que uno aprovecha para sentarse en un café o en el banco de un parque; tantos y tantos retales más o menos grandes de tiempo que constituyen no pocas veces los únicos momentos de que se dispone para leer en el transcurso de una jornada, se llenan ahora con la consulta de mensajes recibidos, con la redacción de nuevos mensajes, con la inspección de las redes sociales, con la navegación por internet, cuando no directamente con juegos de entretenimiento. Y algo parecido ocurre con el llamado tiempo libre o vacacional.

El tiempo dedicado a la lectura de libros ha disminuido de manera vertiginosa desde que compite con el sinfín de esas actividades sucedáneas, que cabe calificar así en cuanto muchas de ellas comportan, de hecho, la lectura de textos más o menos extensos, con los que además se interacciona de las más diversas maneras. Así venía ocurriendo ya desde la generalizada implantación del ordenador casero, y luego de los portátiles. Pero de un tiempo a esta parte los teléfonos inteligentes han terminado por ocupar los resquicios cada vez más pequeños en que antes muchos ciudadanos encontraban el tiempo para leer un libro con una mínima continuidad y detenimiento.

El problema, como se deja ver, no es que se lea menos. De hecho, en términos cuantitativos, es muy probable que se lea hoy más, mucho más de lo que se leía antes, y que lo haga gente que antes no leía en absoluto (ya no digamos escribir). Lo que ocurre es que se leen otras cosas, y se hace de otra manera, más fragmentada, más dispersa, más socializada.

Con ser grande, la competencia que al consumo de libros hacían el cine, la televisión -entre tantas otras vías de esparcimiento lúdico o cultural, lo mismo da-, no se establecía en el terreno mismo de la lectura, ni mucho menos comportaba la acción refleja de escribir. Contra todo pronóstico, los teléfonos inteligentes, mucho más ampliamente que el ordenador, han convertido al ciudadano medio en un lector compulsivo, y en un escribiente asimismo compulsivo, cuya disposición a leer un texto largo, ya no digamos complejo, queda cada vez más mermada por la avidez y la fatiga que su propia compulsión conlleva.

Pienso que el derrumbe de la industria del libro se relaciona con el hecho de que leer 'libros' -ya sean impresos o digitales, ya sea en la pantalla de un ordenador o de una tableta- se está convirtiendo en una tarea especializada, por así decirlo, que requiere una actitud y una dedicación cada vez más específicas. No sólo quienes antes leían circunstancialmente, o auxiliarmente, o residualmente, encuentran cada vez menos ocasiones para hacerlo; también los lectores más empedernidos, más expertos, más adictos se hallan sujetos a una dispersión cada vez menos controlable, que se traduce en el descenso inevitable de los libros propiamente dichos que les cabe leer.

No es sólo, pues, que el libro vaya perdiendo prestigio como objeto cultural y vaya quedando reemplazado por otros soportes. Lo decisivo es el cambio sustancial que, en términos generales, se viene operando en la lectura como actividad asociada a ciertos niveles de concentración y de exigencia. Un cambio que se diría irreversible.