Ignacio Echevarría

Alberto Olmos ha seleccionado y prologado para Lengua de Trapo una antología de 'nuevos narradores españoles'. Se titula Última temporada, e incluye veinte piezas de otros tantos escritores nacidos entre 1980 y 1989.



No he leído aún los textos seleccionados, únicamente el prólogo de Olmos, que me ha llenado de estupor. Trataré de explicar por qué; pero quede claro que esto no es una reseña del libro, y no atiende a los textos ni a los autores incluidos en él.



Olmos suscribe abiertamente el modelo establecido por la misma Lengua de Trapo en Páginas amarillas (1998). Conforme a ese modelo ('mítico', según él), su antología no es tanto eso -una antología-, como un muestrario; prefiere constatar la "variedad estilística y temática" de los textos reunidos que detectar o contrastar conflictos, rasgos comunes, influencias reconocibles, tendencias de cualquier signo.



De nuevo se da por supuesto que el relato más o menos breve es un género que sirve indiscriminadamente para poner de manifiesto las aptitudes de cualquier narrador, así se trate de un novelista como de un cuentista. El supuesto -ya lo dije una vez- es tan aberrante como pretender que una exposición de acuarelas pueda procurar una idea representativa de la nueva pintura española.



¿De qué hablamos? ¿De una antología de la joven narrativa española o de una antología del nuevo cuento español? Me asombra que, una vez más, se obvie esta disparidad. Me asombra, también, el burdo criterio con que, calendario en mano, Olmos maneja el concepto de generación literaria, imbuido de la convicción, dice, de que "cada década tiene su impronta".



Solemos hablar de la generación del 98, de la del 27, de la del 36, de la del 68… Se diría que determinados acontecimientos históricos o culturales aglutinan, con bastante más eficacia que el sistema decimal, lo que cabe entender por generación. Se me ocurre que el 11-M, la telefonía inteligente, las cejas de Zapatero, el suicidio de David Forster Wallace o el crack del 2008, por ejemplo, son elementos mucho más atendibles, a la hora de orquestar una panorámica significativa de la última narrativa española, que el haber nacido antes o después del 1 de enero de 1980. Celebro la osada resolución de Olmos de reunir el mismo número de autores que de autoras. A ver si el ejemplo cunde. Lamento, en cambio, que sustraiga a su prólogo los criterios de que se ha servido para escoger a los autores reunidos. Sospecho que el secretismo de que hace gala es una estrategia para disimular la irrelevancia de esos criterios, acatada la consigna de que cuantos más seamos más reiremos.



Pero he hablado de estupor, y lo que me lo ha producido no es nada de cuanto llevo dicho. El estupor obedece más bien al concepto alarmantemente burocrático y funcionarial que Olmos transmite de la vocación y de la carrera literarias. A su acuciante sentido de la jerarquía y del escalafón, que lo mueve a escrutar el campo literario como si del organigrama de una empresa se tratara.



Esa manera ocurrente pero al cabo obsesiva de hablar de 'cargos', de 'puestos directivos', de 'estipendios'. Esa idea que se hace de la reputación literaria como resultado de una operación que tiene por únicas variables el oportunismo y la componenda: hallarse en el lugar adecuado en el momento adecuado. Esa insistencia en pintar el sistema editorial como un hampa, con sus correspondientes cárteles, 'padrinos' y ritos de paso. Esa deprimente visión de los jóvenes narradores como solícitos y diligentes ascensoristas en busca de propina: ávidos aspirantes a ocupar algún día un despachito, así sea a fuerza de hacer la pelota a los jefes y dejarse ver en los "saraos". ¿Será tanto?



Olmos encarna una extraña modalidad de beligerancia cultural que prospera en ciertos antros de la red. Uno simpatiza de entrada con su estentóreo y denunciador materialismo, saludable hasta que nos percatamos de que está poseído de la lógica resentida del postulante, de una acechante y contabilizadora vigilancia del 'puesto' que ocupa cada cual, mucho antes que de su posición. Para él, como para otros de su cuerda, la literatura no es tanto un campo de fuerzas como una especie de Monopoly. La antología que ha armado quizá sea una meritoria contribución a la cartografía de la más joven narrativa española, pero su prólogo invita a pensar que se trata más bien de una operación especulativa: un hotelito montado en una calle de escaso valor pero de tránsito obligado, a ver si con un poco de suerte...