Ignacio Echevarría
El pasado 11 de septiembre se cumplieron cuarenta años del golpe militar de Augusto Pinochet. Con este motivo, se han sucedido en Chile un sinfín de actos conmemorativos, y se han divulgado masivamente testimonios a veces muy impactantes que, aun sin ser novedosos, han generado una especie de catarsis en la ciudadanía del país. Una ciudadanía que vive de un tiempo a esta parte en un notable estado de efervescencia política, patente no sólo en las movilizaciones estudiantiles que acaparan ocasionalmente la atención internacional, sino también en la relación de esa ciudadanía con su pasado inmediato (el recuento crítico de la dictadura y de la transición democrática), así como en la cada vez más impaciente reclamación de medidas que acorten las muy pronunciadas desigualdades sociales que se perpetúan a pesar de la bonanza económica.En este contexto, se inauguró hace cerca de un mes, en la Biblioteca Nicanor Parra de la Universidad Diego Portales, la exposición Biblioteca recuperada: Libros quemados y escondidos a 40 años del Golpe, comisariada por Ramón Castillo. Junto a impresionantes documentos fotográficos relativos a la quema pública de libros instigada por las autoridades militares durante los primeras semanas de la dictadura, la exposición muestra algunos de esos libros, a veces con señales de haber sido rescatados de las llamas o de haber permanecido largo tiempo sepultados.
Las quemas se produjeron en un país cuyo índice de lectura lo situaban en aquel momento en el segundo puesto de toda Latinoamérica. Un país que durante más de quince años iba a estar gobernado por un dictador paradójicamente obsesionado con los libros, hasta el punto de reunir durante ese período una biblioteca que llegaría a sumar cerca de 55.000 volúmenes.
Sobre esta formidable biblioteca discurre La secreta vida literaria de Augusto Pinochet, un extenso reportaje periodístico publicado meses atrás por Juan Cristóbal Peña (Debate, Santiago de Chile). En su libro, Peña traza un perfil intelectual de Pinochet a la luz de la investigación realizada por él mismo a partir del peritaje de su biblioteca ordenado por el juez Carlos Cerda, instructor del caso Riggs, que sacó a la luz las cuentas secretas que Pinochet mantenía en este banco estadounidense, y en las que acumulaba una fortuna de más de veinte millones de dólares.
El informe pericial estimó que el valor global de la biblioteca superaba los dos millones y medio de dólares, una cantidad a la que hay que sumar los costes derivados de la encuadernación y del transporte de muchos de los libros, obtenidos unos a través de libreros anticuarios de la ciudad de Santiago y otros por medio de agregados militares en misiones oficiales, casi siempre a costa de los fondos públicos.
Además de rarezas bibliográficas de gran valor, la biblioteca de Pinochet reunía una importante colección de títulos relativos a la figura de Napoleón Bonaparte, por quien el dictador sentía veneración. Ortega y Gasset se contaba entre sus autores predilectos, y entre los abundantes ejemplares dedicados se encuentra una biografía de Franco con dedicatoria de Manuel Fraga. Pero lo más curioso del escrutinio es el elevado número de títulos sobre marxismo e ideologías de izquierda que el funeralísimo acumulaba junto a todo tipo de libros de historia, de guerra y de geopolítica.
Peña retrata a un hombre menos cazurro de lo que suele pensarse, si bien acomplejado por las lagunas de su educación, y envidioso de la altura intelectual de un militar como Carlos Prats, su predecesor como jefe del Ejército, a quien mandó asesinar. Su compulsiva obsesión por amontonar libros y más libros, sin orden ni concierto de ninguna clase, ilustra ejemplarmente muchos de los rasgos con que Canetti caracteriza a los tiranos en Masa y poder.
Como sea, el tipo de exhibicionismo y de fatuidad que entraña una biblioteca como la de Pinochet da lugar a una quizá melancólica consideración acerca del valor cultural que los libros mantenían hasta hace bien poco, y que en la actualidad parecen estar perdiendo casi del todo. Me refiero, naturalmente, a la persuasiva escenografía que, en cuanto índice de una amplia cultura, brindaba una gran biblioteca; pero también al efecto placebo que la posesión de esa biblioteca podía tener sobre la autoestima de su dueño, confusamente persuadido -como tantos coleccionistas- de que, por el hecho mismo de poseerlos, esos libros le infundían saber.
El arribismo cultural de Pinochet debería buscar hoy, qué duda cabe, nuevas vías a través de las cuales materializarse, pues resulta evidente que la tecnología digital promueve otras modalidades de esnobismo.