Ignacio Echevarría

Extraña suerte la de Luis Goytisolo, a quien acaban de conceder, merecidísimamente, el Premio Nacional de las Letras. En la narrativa española no creo que haya un caso más flagrante y más extremo de desproporción entre el reconocimiento que una obra ha merecido por parte de la crítica y de los lectores.



Llevo más de tres décadas recomendando la lectura de Antagonía a todo aquel que se pone a tiro, y en la mayor parte de los casos no he cosechado mayor cosa que réplicas balbuceantes, miradas de estupor, intimidados asentimientos, promesas incumplidas, argumentos dilatorios, a menudo con la excusa de haber leído en su día cualquiera de las entregas en que, durante años, fue publicada la novela, cuya primera edición en un único e inequívoco volumen es muy reciente (2012), y jalonó el número 500 de la colección "Narrativas Hispánicas" de Anagrama.



No deja de ser razonable que ocurra así. Antagonía suma cerca de mil páginas, y en torno a ella se acumulan un sinfín de malentendidos que lastran el dato -de por sí nada excitante- de que constituye un hito de la narrativa metaficcional que prosperó en la España de los setenta. Los intentos de procurar una idea de lo que es la novela suelen saldarse con disuasorios galimatías, y los énfasis demasiados insistentes en su monumentalidad, en su complejidad, en su singularidad, en su profundidad, en su relevancia, tiene por efecto inhibir a los lectores timoratos, pero también a los más resabiados.



Posteriormente a Antagonía, Luis Goytisolo ha escrito otras novelas muy destacables (Estatua con palomas, Diario de 360°, Liberación..., aunque yo siento predilección por los textos reunidos en Fábulas, escritos en paralelo a su obra magna), pero ninguna de ellas, por sí sola, permite apreciar la envergadura del narrador que en Antagonía estableció las coordenadas de una radical concepción del género, en la que encajan con naturalidad muchas de las más incitantes y venturosas tendencias en que éste se ha desarrollado en las tres últimas décadas.



Están, por otro lado, las aprensiones, las suspicacias y los rechazos que no ha cesado de propiciar el mismo Luis Goytisolo con declaraciones intempestivas, a veces confusas y siempre malinterpretadas, acerca del final de la novela; las perplejidades a que han dado lugar algunas de sus veleidades narrativas (en particular sus Tres comedias ejemplares); las aún mayores que suscita su manera entre despistada y categórica de hacer según qué afirmaciones; el lío que más de uno se arma todavía con los dos hermanos (Juan y Luis, por no meter aquí a José Agustín); etcétera, etcétera.



El caso es que, como digo, la obra de Luis Goytisolo ha sido mucho menos apreciada y gozada por el público en general -incluidos no pocos lectores cultos y avezados- que por editores, críticos y escritores contemporáneos suyos que desde muy pronto se percataron de su novedad y de su importancia.



Asombra recordar que Luis Goytisolo tenía sólo 23 años cuando obtuvo con su primera novela, Las afueras, el primer Premio Biblioteca Breve (sí, el mismo que obtendrían luego Mario Vargas Llosa, Juan Marsé, Manuel Puig, Juan Benet y tantos otros). Maravilla la penetración crítica de los ensayos que muy tempranamente dedicaron a Antagonía autores como Pere Gimferrer, Guillermo Cabrera Infante, José Ángel Valente, Guillermo Carnero, Luis Suñén, Gonzalo Sobejano y tantos más. El palmarés de este escritor, miembro de la Real Academia desde 1994, es contundente y persuasivo. No pocas de sus obras han sido objeto de reediciones bajo distintos sellos. Y pese a todo ello, el nombre y la reputación de Luis Goytisolo quedan lejos de ser tan conspicuos como los de otros narradores españoles bastante menos valiosos.



Sería interesante especular sobre los motivos de esta sostenida divergencia entre la relevancia de un escritor y la penetración e influencia de su obra. De momento, y a falta de más espacio, se me ocurre decir que la urgencia por destacar los logros admirables de una obra siempre arriesgada, fuera de norma, ha eclipsado la conveniente insistencia en sus aspectos más fruitivos. En su humor, con frecuencia desopilante. En el papel determinante que en ella suelen desempeñar la irrupción de la sexualidad y de la más salvaje violencia. En la tersura de una prosa eficacísima, capaz de desplegarse oportunamente en poderosos períodos de gran estilo. En su amenidad. En la cáustica e iluminadora observación de la realidad circundante, así como de los mecanismos que condicionan nuestra propia lectura de la misma.



Háganse el favor de constatarlo, con el pretexto del reciente Premio de las Letras.