Ignacio Echevarría

Es tentador someter los textos literarios al criterio de la claridad. Caigo de pronto en que no pocos de los escritores por los que siento particular inclinación pueden ser considerados artistas de la claridad. Constato, no sin cierto sobresalto, que eso mismo es lo que los hace, a algunos de ellos, ligeramente anacrónicos. Así, por ejemplo, Iris Murdoch, a la que venero indisumuladamente. Ella atribuía al arte una misión clarificadora. "En un mundo sin redentor", se dice el protagonista de El Castillo de arena (Alianza, 2002), "sólo la claridad era la respuesta apropiada para la culpa". Quizá porque la claridad, para Murdoch, viene a ser el resplandor de la verdad que siempre se nos escapa.



Otro novelista muy querido por mí, el alemán Wilhelm Genazino (cuyas traducciones al castellano se estrellaron, ay, contra la indiferencia de los lectores, de ahí que circulen tan pocas de sus obras por estos pagos), escribe en Una mujer, una casa, una novela (Galaxia Gutenberg, 2004): "La ilusión de la claridad [...] surge porque el texto siempre es más claro que la vida de quien lo escribió. El texto es incluso más claro que la vida de cualquier lector. En eso reside la terrible capacidad de atracción de la literatura: que la vida siga por fin al texto, que se transforme en claridad".



Una hermosa y atractiva manera, sin duda, de plantear el asunto.



Pese a lo cual, otro escritor alemán, Botho Strauss, hablaba con impaciencia de "la petulante exigencia de claridad". Lo hacía (en los inteligentísimos apuntes reunidos en Parejas, transeúntes, Alfaguara, 1986) a propósito de una demagógica declaración hecha por Herbert Marcuse en una entrevista: "Todo lo que está pensado con claridad puede expresarse claramente, en cualquier lengua". ¿Todo? ¿Cómo podrían expresarse claramente, pongamos por caso, según qué contenidos esencialmente opacos del subconsciente?, se pregunta Strauss. Y replica: "Lo que está por decir es infinito. Y en realidad no puede ‘articularse' según las leyes de la gramática y de la razón cotidiana [...] El subconsciente que habla es también una masa informe, un muñón; es lluvia, putrefacción y viento".



Strauss se manifiesta abiertamente contra "la neurosis obsesiva del pensamiento claro". "El hombre tiene que lavarse varias veces al día los lóbulos cerebrales. Y no puede evitar que con cada frase clara que produce, sienta dolorosamente la ausencia de lo suci, esencial con todas sus excrecencias vitales".



En esta dicotomía -claridad/turbiedad- parecen continuar dirimiéndose los rumbos del arte y de la literatura contemporáneos, como antes los del arte y la literatura modernos. Puede que esta dicotomía, de hecho, contribuya mejor que ninguna otra a comprender sus dinámicas. De ahí que convenga depurarla de los malentendidos a que la exponen tantas presunciones equivocadas. Por ejemplo, la que confunde claridad con simplicidad.



Theodor W. Adorno se quejaba de las aprensiones y el rechazo que despierta toda expresión rigurosa. "Lo específico, lo que no está acogido al esquematismo, parece una desconsideración, una señal de hosquedad, casi de desequilibrio", decía. Sólo "la palabra acuñada por el comercio", la que se abandona a "la corriente familiar del discurso", se beneficia de la garantía de inteligibilidad. La rigurosa, en cambio, "contrae una obligación con la univocidad de la concepción, con el esfuerzo del concepto", que reclama del lector.



Un ligero desplazamiento de las ideas en juego basta, en efecto, para asimilar claridad con inteligibilidad, y a su vez para identificar a ésta con esa vaguedad expresiva que hace que el interlocutor pueda sin esfuerzo alcanzar una idea aproximada de lo expresado.



Y sin embargo, la claridad, categoría en absoluto reñida con la complejidad, es lo contrario de la vaguedad. En tanto que la suciedad y la confusión a la que aludía Strauss no son para nada garantía de profundidad.



Juan Villoro hablaba en un artículo de "la claridad como enigma". Y ponía a Borges como ejemplo de una escritura transparente que "revela misterios bajo el agua".



Como Adorno de la vaguedad, Villoro sospecha de la oscuridad, que se beneficia -dice- de la ventaja de obligar a quien se enfrenta a ella a descifrarla. Y cita estas palabras de Gabriel Zaid en su libro Leer: "Hay una incomprensión desconcertante hacia la poesía que ‘sí se entiende'. Paradójicamente, resulta que los profesores leían con más cuidado y acababan entendiendo más la que ‘no se entendía'".



"Entender un libro es la mejor manera de entender el mundo", observa Villoro. Y coincidiendo con Genazino concluye: "Al apartar la vista de la página, lo real se vuelve materia interpretable".