Ignacio Echevarría

La revista francesa Books acaba de lanzar un número extraordinario dedicado a la vida privada del escritor. El número cosecha un buen puñado de reseñas y ensayos -la mayor parte de ellos aparecidos antes en la London y en la New York Review of Books- relativos a biografías y epistolarios de escritores célebres publicados durante los últimos años. Entre los autores de los ensayos se encuentran firmas tan destacadas como las de James Wood, John Banville, Edmund White, Christopher Hitchens, Peter Hammm, David Foster Wallace y John Bayley, que se ocupan de escritores como V.S. Naipaul, August Strindberg, Curzio Malaparte, Philip Larkin, Elias Canetti, Jorge Luis Borges y Leon Tolstoi, entre muchos otros.



La lectura de los sucesivos ensayos arroja un saldo deprimente en lo relativo a la ejemplaridad de las vidas abordadas. Muy en particular cuando se trata de las relaciones íntimas de los escritores con sus mujeres. Lo formulo de este modo porque, como es de esperar, la mayor parte de los escritores considerados son varones. Y no pocos de ellos se revelan como amantes y maridos tiránicos o directamente maltratadores; tipos egocéntricos, arrogantes o maníacos que las hacían pasar canutas a quienes tenían más cerca.



Dickens, Tolstoi, Brecht, Koestler, Canetti y Naipaul parecen llevarse la palma a este respecto; en tanto que Larkin, visto por Hitchens a través de las cartas dirigidas a Monica Jones, bate récords de repelencia, y se descubre como un sórdido erotómano que, según sus propias palabras, mantiene con su amiga "una especie de relación homosexual clandestina".



Si bien se trata sobre todo de escritores, y no de escritoras, conviene advertir que varios de los libros comentados en Books son biografías de las mujeres de los escritores en cuestión, perpetradas, a su vez, por mujeres. Parece tratarse de todo un filón editorial: la interpelación del mito de escritores célebres desde la perspectiva de las mujeres que los amaron y padecieron. Así, la biografía de Catherine Hogarth, la esposa de Dickens, por Lillian Nayder; o el estudio de Judith Freeman sobre la relación de Raymond Chandler con su mujer, Cissy, dieciocho años mayor que él. Libros pertenecientes a una pujante corriente de revisionismo feminista, por así llamarlo, que en España explota con bastante acierto la editorial Circe, en la que acaba de aparecer Las mujeres de Hermann Hesse, de Bärbel Reetz, enésimo ejercicio de desollamiento de la figura de un importante escritor a través de las mujeres que le fueron más cercanas. Dicha corriente se superpone al interés que desde siempre han despertado los diarios de las mujeres de escritor o los epistolarios de los escritores con sus amantes.



En el Reina Sofía se inauguró la semana pasada la exposición Formas biográficas, comisariada por Jean-François Chevrier; una voluntariosa aunque algo embrollada propuesta de exploración de cómo los artistas modernos han enfrentado el problema de la propia identidad, ya sea empeñándose en la construcción de la misma a través de su obra, ya inventándose libremente -siempre por medio de su propia obra- una mitología personal, no pocas veces delirante. Se trata de una exposición con un planteamiento sustancialmente literario, que toma a Franz Kafka y a Gerard de Nerval como referentes de las dos vías consideradas.



La exploración de Chevrier resulta oportuna, en unos tiempos en que la vida misma del artista parece ocupar el centro de todas las atenciones. El interés a menudo morboso que suele despertar la vida del creador de una obra admirable viene siendo insistentemente tematizado por los propios creadores, a tal punto que el artista tiende cada vez más a explicitarse él mismo en su obra, no sin caer muchas veces en un exhibicionismo que lo muestra a él mismo como mercancía. Así ocurre no sin menoscabo de la 'objetividad' que en definitiva destila toda obra de arte merecedora de este título.



Conviene recordar que las miserias de la vida privada de los escritores en que hurgan con tanto celo los modernos biógrafos no constituyen la clave sino el enigma que suscita toda obra maestra, producto siempre de una al cabo inexplicable transustanciación de los elementos que la justifican y que la componen, por virtud de la cual lo individual se subsume en una entidad autónoma cuyo interés es más que personal.



"Que no esté permitido conocer a los escritores", escribe Canetti en uno de sus apuntes más tardíos. "Leerlos sí, pero no conocerlos". Y se pregunta a continuación: "¿Por qué no? ¿O a cuáles no? ¿Serán por eso los escritores muertos los más fuertes?".