Ignacio Echevarría
Periódicamente, el sistema literario alienta las expectativas de su propia renovación. De un lado y otro surgen voces que invocan o auguran el advenimiento de una nueva hornada de escritores destinados a remover el presente estado de cosas. Aun tratándose de una expectativa inducida generalmente por las necesidades del mercado, suele producirse en sintonía con un contexto político relativamente convulsionado, como puede ser el de España ahora mismo.En mi andadura de lector más o menos atento a lo que ocurre en la narrativa española, he sido testigo de varios de estos fenómenos de efervescencia de las expectativas renovadoras. El primero, y el más justificado y genuino, es decir, el más acompasado a las expectativas reales de la sociedad, fue para mí el que tuvo lugar en los años de la Transición. En un clima de irritante adanismo cultural y de infatuado aunque comprensible embelesamiento con el proceso modernizador que estaba viviendo la sociedad española, se saludó con entusiasmo, a comienzos de los ochenta, el advenimiento de la llamada 'nueva narrativa'.
Una década después, profundamente transformados tanto el orden editorial como el horizonte de futuro de escritores y lectores, se promovió mucho más voluntariosamente, a modo de relevo, la llamada 'joven narrativa'. El desaliento de las expectativas entonces infladas produjo, ya hacia finales de los noventa, una prolongada resaca, que apenas remitió cuando la llamada Generación Nocilla irrumpió en la escena, hace algo más de cinco años, justo antes de la crisis. Pero aquélla fue flor de un día, resultado de la camaradería de unos pocos y de los aliños del periodismo cultural. No venía a satisfacer ninguna reclamación generalizada, como no fuera la curiosidad que nunca deja de suscitar lo que se da por novedoso.
En la actualidad, sin embargo, sí parece darse esta reclamación, se diría que por parte de todos quienes pueden hacerla: editores y libreros en apuros, agentes culturales de todo tipo, pero sobre todo los lectores mismos en su condición de ciudadanos más o menos perplejos, afligidos, perjudicados, indignados o atemorizados no sólo ante el implacable retroceso de su poder adquisitivo y el menoscabo de sus derechos y libertades, sino también ante el deterioro generalizado de la vida pública, de la política, de los modelos tanto de Estado como de sociedad y de cultura que, sin pensárselo demasiado, daban por descontados.
Más allá de la sospechosa inflación que vienen conociendo de un tiempo a esta parte términos hasta hace bien poco cuestionados cuando se hablaba de literatura (como "política", "crítica", "social", "denuncia"), cunde otra vez una expectativa real ante el deseable advenimiento de nuevos narradores, de nuevos relatos que den cuenta de lo que está ocurriendo. La curiosidad, también, ante qué tipo de sensibilidad y de proyectos literarios pueden estar emergiendo de este paisaje en ruinas.
La casi simultánea publicación de dos antologías de jovencísimos narradores (Bajo treinta, en Salto de Página, y Última temporada, en Lengua de Trapo) parece salir al paso de esta expectativa, de esta curiosidad. Como, a su vez, los innumerables reportajes dedicados al surgimiento de nuevas voces. El último que llegó a mis manos fue el publicado por este mismo suplemento hace dos semanas, donde se encuestaba a ocho narradores que han alcanzado alguna notoriedad durante este año 2013.
"Llegaron para quedarse", rezaba el titular del reportaje, en cuya entradilla se aludía del siguiente modo a los "tan variopintos como vastos" intereses de dichos narradores: "novela negra, sátira, oscuridades del alma, relato iniciático, relaciones humanas, crónica, historia, minimalismo de alta intensidad"...
Vaya.
Y, aun sabiendo que un titular así es deudor de la fraseología aún imperante -razón por la que no cabe tomárselo al pie de la letra-, uno aprovecha para preguntar: quedarse, ¿dónde? ¿En el catálogo de las editoriales que los publican? ¿En un mercado en bancarrota? ¿En un territorio sin mapa, como es el de una literatura más inventariada que realmente cartografiada por una crítica menoscabada e indigente? ¿En esa cámara anecoica que es la cultura española, en la que ningún texto, por mucho que se lo proponga, suscita ecos, contestaciones, debates? ¿En la noria empobrecida y casi desmantelada de los bolos literarios, de las colaboraciones periodísticas, de los congresos y festivales?
Pero ¿se trata de quedarse? ¿No era cuestión más bien de sacarnos de aquí, de salirse como fuera? ¿Y son tropas de refresco lo que se necesita, nuevos cuadros, más madera? ¿No era más bien el asalto de los bárbaros? ¿Será posible que no vayan a llegar?
Esa gente era una solución, después de todo.