Durante mucho tiempo he sostenido que, de un modo enigmático pero concluyente, el canon establecido parece como si acabara siempre por tener razón. Pese a la confusión de los lectores, pese a las anteojeras de la academia, pese a la ineptitud y el mal gusto de los críticos, los autores que el canon consagra -me decía yo, consoladoramente- demuestran ser, con el tiempo, los mejores. Recuerdo bien la curiosidad llena de expectativas con que, durante mis años de estudiante, me adentraba en la lectura de autores considerados menores u oscurecidos, y la decepción con que solían saldarse aquellas incursiones. No, definitivamente Francisco de Aldana no era tan bueno como Garcilaso de la Vega, ni mucho menos. Tampoco Felipe Trigo podía medirse con, pongamos por caso, Pérez Galdós. Ni siquiera con Pereda. La historia de la literatura, tanto la española como la “universal”, parecía bien escrita. Quizá porque el mecanismo que perpetúa el canon es de naturaleza tautológica: ingresa en el canon aquello que posee y emite virtudes canónicas.

La cuestión admite otro planteamiento, sin embargo.

El canon, como acabo de decir en otro lugar, se halla determinado por la ideología dominante, y en consecuencia tiende a excluir cuanto la cuestiona o la socava. Hay autores inasimilables por el canon vigente. Escritores cuya condición de “raros” o de “escritores de culto” camufla su radical indisposición a ser digeridos por el gusto imperante. Pensemos, por ejemplo, en Witold Gombrowicz, cuya reputación incuestionable habita en los márgenes del canon, en sus suburbios. O en una escritora como Elena Garro, por mantenernos ahora en el terreno de la literatura más o menos contemporánea. En general, cierta práctica visceral de la vanguardia resulta inasimilable por el canon (sobre ello discurre, entre otras cosas, la obra de Roberto Bolaño). Pero hay factores excluyentes de naturaleza no solamente estética, como se constata con determinada literatura de signo homosexual o con la escrita por mujeres. No se trata, entendámonos, de escritores “menores” que resistan mejor o peor la comparación con los consagrados. Se trata más bien de escritores y de escritoras obviados, desapercibidos, que trabajan conforme a categorías que no es que el canon desdeñe, sino que no entran siquiera en su campo de visión.

Un libro publicado el pasado año 2013 sirve ejemplarmente para ilustrar lo que vengo diciendo. Me refiero a La mina, de Armando López Salinas, novela oportunamente recuperada por Akal en una excelente edición de David Becerra. Hacía casi veinte años que no se reeditaba este texto, finalista del Premio Nadal en 1959, año en que lo obtuvo Ana María Matute con Primera memoria. Se publica por vez primera íntegro, restituidos los pasajes que la propia editorial suprimió del texto para asegurarse su aprobación por parte de la censura franquista. La lectura del libro, más de medio siglo después de haber sido escrito, sorprenderá a casi todos los que se animen a emprenderla. Se trata de un impecable documento -casi un reportaje ficcionaliado- sobre la vida y los sueños de un campesino empujado por la miseria a trabajar en las minas de Puertollano (Ciudad Real), famosas en su día por los frecuentes derrumbes a que dieron lugar sus pésimas instalaciones. López Salinas trabajó con materiales de primera mano para construir un relato veraz, terso y en absoluto maniqueo sobre la situación de no pocos trabajadores españoles durante los años cincuenta. De presentarse en la actualidad el equivalente a un texto como éste, al amparo acaso de la socorrida etiqueta de “crónica”, sería probablemente saludado con interés por los mismos críticos que este año han jaleado novelas como En la orilla, de Rafael Chirbes, o Intemperie, de Jesús Carrasco. Pero no, qué va: La mina no posee -ni lo pretende- la dosis de “literariedad” que esos mismos críticos reclaman. Y pertenece, para colmo, al tan denostado “realismo social”, sobre el que siguen acumulándose toda suerte de prejuicios y malentendidos, ilustrativos como pocos de las derivas ideológicas que, como digo, determinan el canon.

Como escribe David Becerra en su apasionado prólogo, cuya lectura recomiendo vivamente, “la condena al ostracismo de Armando López Salinas y La mina no responde solamente a un criterio literario o estético, sino a un orquestado proceso ideológico de deslegitimación de las posturas revolucionarias por parte de una burguesía ilustrada que, en su lucha contra el franquismo, decide abandonar el horizonte rupturista”.

Así traído, fuera de contexto, puede sonar a teoría conspiranoica. Pero es mérito de esta edición dar fundamento y credibilidad a esta hipótesis, e incitar a la importante discusión que trasluce.

Combruébenlo.