Vuelvo sobre una anotación de los cuadernos de Paul Valéry, año 1921. Dice así:
"Toda la cuestión de la religión se reduce a una definición de la muerte, a saber si ésta es abolición total o parcial, definitiva o provisional, real o aparente. Para juzgar correctamente esta posición, conviene preguntarse si un hombre de nuestro tiempo, muy conocedor de nuestras ciencias, etc., pero completamente desconocedor de las creencias y de las doctrinas antiguas, e incluso de ciertas palabras, inventaría el alma y su inmortalidad. Descartemos lo que se ha pensado y dicho sobre estas cuestiones y lo que proviene de las generaciones precedentes a la nuestra, y veamos lo que pensaríamos sólo a partir de los hechos y de las teorías verdaderamente actuales. Los problemas que mueren -pues los problemas son mortales y hay muchos que han desaparecido- son aquellos que los hombres de una época no inventarían. Por mucho que se los planteemos, no los comprenden. La cuestión les parece vana".
Importa dejar claro que Valéry es un escritor profundamente agnóstico, que interpela sin beligerancia el enigma de la fe, persuadido como está de que "el debate religioso no es ya entre religiones, sino entre los que creen que creer tiene algún valor y los demás".
Sugiero trasladar la consideración que Valéry hace a propósito del alma y su inmortalidad al campo la literatura. Incita a hacerlo la vecindad que con ella ha mantenido siempre la cuestión religiosa, pero sobre todo una anotación anterior del mismo Valéry, correspondiente al año 1917. Se lee en ella: "Si la literatura no hubiese existido hasta ahora, ni los versos, ¿los habría inventado yo? ¿Los hubiera inventado nuestro tiempo?".
Por inopinada que resulte de entrada, la pregunta tiene efectos esclarecedores, en cuanto permite afrontar con más lucidez ciertos debates recurrentes en tono al futuro de la literatura. En ellos también parece contraponerse -por parafrasear ahora los términos empleados por Valéry- la opinión de quienes creen que la literatura conservará algún valor y los demás.
El caso es que a la literatura se le ha venido atribuyendo, desde tiempos inmemoriales, la capacidad de conferir sentido a la existencia, de comprender el mundo, de resistirse a la muerte. Se le ha atribuido el poder de revelar lo que está oculto, de trascender la soledad. Y son quienes esto piensan los que contemplan con desaliento la descomposición del horizonte en que tal cosa era posible. Ellos son los que desesperan de que la literatura vaya a seguir ocupándose de esas "grandes verdades fundamentales" que ya Faulkner constataba, desdeñosamente, que las nuevas generaciones se mostraban incapaces de afrontar.
¿Incapaces? ¿Tiene sentido plantearse la cuestión en estos términos? Parece preferible considerarla con los que emplea Valéry y preguntarse si un hombre de la época presente, apto para vivir en un mundo como el nuestro, pero desconocedor de la gran tradición literaria y de cuanto ésta supuso para la construcción de la conciencia que la humanidad ha alcanzado a tener de sí misma, desconocedor incluso de ciertas palabras, inventaría la literatura. Si la inventaría al menos en el sentido en que Faulkner, por ejemplo, la entendía y la practicaba, y si acertaría a asociarla a ningún sentimiento de posteridad.
Sigamos la recomendación de Valéry. Tratemos de descartar lo que se ha pensado y dicho sobre esta cuestión, lo que hemos heredado de generaciones precedentes a la nuestra, e imaginemos qué alcanzaríamos a pensar partiendo únicamente de la situación actual. Quizá conviniéramos entonces que el de la literatura es uno de esos problemas mortales, susceptibles como tantos otros de desaparecer.
Puede que el problema de la Literatura (con mayúscula), tal como suele ser planteado, pertenezca a "aquellos que los hombres de una época no inventarían". Puede que a los hombres de nuestra época la cuestión, como dice Valéry, les parezca vana. Y que no les falte razón.
La muerte de un problema no comporta la desaparición de los elementos que lo constituyen. Que el problema del alma y de la inmortalidad ya no sea candente en un mundo secularizado como el nuestro no supone la desaparición de las religiones ni menos aún de las inquietudes que las engendraron.
Algo parecido podría estar pasando con cierta noción de la literatura.
Acertaba a vislumbrarlo el mismo Valéry en una anotación muy tardía de sus cuadernos, correspondiente al año 1945, el año de su muerte: "Pero es verdad que el lector de hoy sólo quiere y soporta lo que no vale más que para hoy. La posteridad ha muerto".