Ignacio Echevarría

Voy leyendo con interés y placer crecientes el grueso volumen de los Ensayos de George Orwell, recientemente publicado por Debate. En su incitante presentación, Irene Lozano se refiere a Orwell como "un hombre decente", y enfatiza el alcance que esa cualidad -la de la decencia- tiene en su obra, de la que vendría a ser "rasgo fundamental". La palabra decencia ha quedado bastante desplazada del vocabulario corriente, debido sin duda a las casposas connotaciones con que la gravó la moral puritana. Ahora bien: son precisamente morales las connotaciones que la hacen tan pertinente en un caso como el de Orwell, en el que parece confirmarse esa máxima de Adorno conforme a la cual "la inteligencia es una categoría moral".



Los artículos y ensayos reunidos en el volumen de Debate vienen a demostrarlo "al británico modo", es decir, en ese registro sensato y eficiente, tan apegado al sentido común, que es marca del ensayismo inglés. Cualquiera de estas piezas guarda interés por sí misma, pero el aprecio que suscitan se incrementa en la medida en que uno se familiariza con el tono del conjunto, percatándose de la honestidad e independencia de criterio que tan admirablemente lo sostienen y cohesionan.



A pesar de que el volumen no incluye las abundantes reseñas escritas por Orwell, son muchos -y muy recomendables- los artículos que tocan asuntos literarios. Entre ellos destacan los que señalan los vicios del reseñismo y la precaria condición de quienes lo practican. Destacan también los que salen valientemente en defensa de algunos escritores atacados por reaccionarios, como Kipling, T.S Eliot y P.G. Wodehouse. Y en particular los que ponen de manifiesto la desprejuicida atracción de Orwell por la literatura popular, y su saludable desentendimiento de las convenciones académicas.



Sobre esto último, vale la pena traer a colación el artículo titulado "Libros malos buenos", del año 1945. Así llamaba Chesterton al tipo de libro que, aun sin tener pretensiones literarias, "se mantiene legible cuando producciones más serias han sucumbido".



"A lo largo de los últimos cincuenta años -escribe Orwell- ha habido toda una serie de escritores a los que es realmente imposible llamar ‘buenos' según ningún criterio estrictamente literario, pero que son novelistas natos y da la impresión de que alcanzan la sinceridad, en parte, porque no los inhibe el buen gusto".



Entre estos escritores se contaría, por ejemplo, el hoy olvidado Ernest Raymond, en cuyas novelas -a juicio de Orwell- "el autor ha sabido identificarse con sus personajes imaginarios, compartir sus sentimientos y mover a la empatía hacia ellos, con un tipo de olvido de sí mismo al que la gente más avisada tendría dificultades para llegar". De uno de ellas en particular, We, the Accused (1935), dice Orwell que "gana muchísimo" debido a que "el autor es consciente sólo en parte de la vulgaridad patética de las personas sobre las que está escribiendo, y por eso no las desprecia".



Según Orwell, "el refinamiento intelectual puede ser una desventaja para un narrador [...] La existencia de la literatura mala buena -el hecho de que uno pueda divertirse, entusiasmarse o incluso conmoverse con libros que su intelecto sencillamente se niega a tomarse en serio- es un recordatorio de que el arte no es lo mismo que la elucubración [...] En los novelistas, casi tanto como en los poetas, la conexión entre inteligencia y fuerza creadora es difícil de determinar... Existe algo así como un talento bruto, o un don innato, que puede tener más capacidad de pervivencia que la erudición o la fuerza intelectual".



El mejor ejemplo de libro "malo bueno" es para Orwell La cabaña del tío Tom, "un libro involuntariamente disparatado, lleno de sucesos melodramáticos ridículos, pero también profundamente conmovedor y verdadero". Traicionado por su propia osadía, Orwell se permite pronosticar -para consternación y sonrojo del lector- que La cabaña del tío Tom sobrevivirá "a las obras completas de Virginia Woolf".



Pero no hay por qué seguirlo hasta allí. Resulta preferible, prolongando la línea de sus argumentos, subrayar los efectos saludables que para una determinada literatura -como la inglesa, por no ir más lejos- tiene la abundante provisión de libros "malos buenos", y preguntarse por las razones que determinan su creciente escasez. Preguntarse también por las consecuencias de que esos libros "malos buenos" sean, de manera cada vez más rebajada, simple y llanamente malos, y de que la buena literatura vaya perdiendo de este modo la grasa protectora que, por así decirlo, le permite sobrevivir en esa intemperie que constituye para ella la llamada cultura de masas.