Ignacio Echevarría

Recojo el hilo de una columna publicada por Marta Sanz en este mismo suplemento, hace dos semanas. Empezaba Sanz esbozando una humorística clasificación de los diferentes tipos de escritores, para observar luego cómo, mientras "se adorna al escritor con mil calificativos", el lector, por el contrario, "es siempre el lector a secas". Y añadía: "El lector siempre tiene razón. Como el cliente de la pescadería que mira el ojo turbio del besugo. Su legitimidad nace del derecho que le da haber gastado tiempo y dinero. Haber arriesgado su felicidad".



A continuación, Sanz reclamaba lectores "que desconfíen de quien les da la razón como a los locos". Lectores que admitan su falibilidad. Más que eso: que admitan, llegado el caso, su responsabilidad en el fracaso de la lectura. Pues, como se dice en un célebre paso de la película Amanece que no es poco, recordado por Sanz, a veces es el lector quien estropea un libro.



Hablé en una ocasión, desde este mismo lugar, de los lectores de baja calidad. Lo hice a propósito de unas estupendas declaraciones de Kurt Vonnegut en las que, preguntado por la situación de la literatura norteamericana del momento (corría el año 1976), respondía: "No escasean los buenos escritores. Lo que nos falta es una masa de lectores fiables".



En su columna, Sanz no mostraba tanto pesimismo. Se limitaba a denunciar las estrategias publicitarias que fomentan "la soberbia del lector". Ya saben, cosas del tipo: "El lector tiene siempre la última palabra". Argumentos que -todo sea dicho- no sólo emplean los publicistas, sino también, y más a menudo si cabe, los propios escritores, en particular toda vez que obtienen -¡oh sorpresa!- cualquiera de los premios millonarios que jalonan en España el curso literario. Los galardonados nunca dejan de decir en esas ocasiones que lo que los impulsó a presentarse al premio fue el deseo de acceder a un público más amplio, como dando a entender que con ello alcanzan un grado superior de legitimidad como escritores.



He citado alguna vez aquel artefacto de Nicanor Parra que dice: "¿Best seller? La KK se come: tanta mosca no puede estar equivocada". La soberbia del lector a la que parece aludir Sanz es sobre todo la soberbia del número. Es la de quien se siente representativo como lector en la medida en que su gusto coincide con el de una elevada cantidad de otros lectores. Esa coincidencia lo avala y lo enorgullece, inspirándole una suerte de narcisismo impersonal que los expertos publicitarios adulan de todas las maneras imaginables (ellos son especialistas en nosotros, ya saben).



La soberbia del número se da también con signo invertido: el que determina la vanidad -o el esnobismo- de sentirse parte de una exclusiva minoría. Puede que la vieja y cada día más obsoleta oposición entre alta y baja cultura no se traduzca en otra cosa que en las distintas vías por que se encauza el ensoberbecimiento de unos y otros, según se sientan integrantes de una mayoría o de una minoría.



En los dos casos estaríamos hablando de una soberbia ligada al sentimiento de jactancia que procura al lector el ejercicio de su propio gusto, de su autoridad en cuanto lector. Pero está también la soberbia que segrega el dato mismo de sentirse uno mismo lector, el placer y la vanidad asociados a la simple idea de que a uno le guste leer.



En la literatura contemporánea hay una importante franja de libros destinados a los lectores a los que les gusta que les guste leer. Mucho antes que las estrategias publicitarias de la sociedad de consumo, la soberbia de estos lectores es fomentada por tantos y tan conspicuos escritores que se dedican a sembrar sus libros con referencias y guiños que inducen un sentimiento de complicidad, que alientan en los lectores la excitación de ser ellos actores y no sólo espectadores de la aventura de leer.



La resaca de tantas teorías a menudo mal digeridas acerca de la muerte del autor, acerca de la obra abierta, de lectores machos y lectores hembra; los rescoldos aún vivos de los grandes artefactos metaficcionales y metaliterarios que prosperaron décadas atrás; el ensimismamiento del propio escritor, convertido él mismo en objeto de su escritura; la idea tan arraigada de que la literatura, como la cultura misma, constituye un territorio aparte; todo esto, sumado al nuevo orden editorial, ha terminado por segregar un tipo de lector autorreferencial, encandilado consigo mismo. Sin duda es la soberbia de este tipo de lector la menos redimible.