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Mínima molestia

Patrimonio

21 febrero, 2014 01:00

Ignacio Echevarría

A pesar de la simpatía que me despierta George Clooney, me bastó ver el tráiler de The Monuments Men, su última película, para saber que no debo ir a verla. No hace ninguna falta, me parece. El tráiler, concienzudamente disuasorio, se ocupa de procurar todas las pistas necesarias para que el espectador imagine la película completa, y abomine de ella. Entre esas claves se cuenta una frase que da que pensar; está pronunciada con toda solemnidad en off, y reza así: "Pueden exterminar a toda una generación, arrasar sus casas, y aun así el pueblo se repondrá. Pero si destruyen su historia, si destruyen sus logros, es como si ese pueblo nunca hubiera existido".

Glups.

The Monuments Men se basa en el histórico Programa de Monumentos, Artes y Archivos creado por Franklin D. Roosvelt, y que tuvo por objetivo el rescate de obras de arte sustraídas por los nazis durante los años de la Ocupación. El argumento de la película mueve casi inevitablemente a recordar el de la soberbia película de John Frankenheimer, El tren (1964), con Burt Lancaster como protagonista. En ella se trataba también de un rescate: el de una importante partida de grandes pinturas expedidas desde París a Alemania por un coronel nazi. Pero, a diferencia de los Monuments Men, los encargados de sabotear el tren en que viajan esas pinturas no son expertos en arte, sino un puñado de resistentes franceses que no acaban de ver claro que para salvar esas obras haya que pagar un precio en vidas humanas.

Los últimos planos de El tren muestran las cajas con las pinturas, abandonadas a los lados de la vía, y los cuerpos sin vida de los ciudadanos franceses sacrificados por los alemanes en su huida. La película deja a cargo del espectador la respuesta a la pregunta de si esos cuadros (procedentes del viejo museo del Jeu de Paume, la flor y nata de la moderna pintura francesa) valen esas vidas. Los guionistas de The Monuments Men no parecen albergar dudas al respecto. Pueden exterminar a toda una generación, arrasar sus casas: el pueblo se repondrá. No lo hará, sin embargo, si le arrancan su pasado, su historia, su cultura.

¿Esos cuadros?

En una conversación mantenida con Ricardo Piglia en 1970, Rodolfo Walsh, decía: "Nuestras clases dominantes han procurado siempre que los trabajadores no tengan historia, no tengan doctrina, no tengan héroes y mártires. Cada lucha debe empezar de nuevo, separada de las luchas anteriores: la experiencia colectiva se pierde, las lecciones se olvidan. La historia aparece así como propiedad privada cuyos dueños son los dueños de todas las otras cosas". Palabras que parecen alinearse con las ya citadas que resuenan en The Monuments Men. Ahora bien: ¿las obras de arte de un Cézanne, de un Picasso, pertenecen a esa "experiencia colectiva" de la que habla Walsh? ¿No son ellas mismas patrimonio, mucho antes que de los trabajadores, de "los dueños de todas las cosas"?

En la última -estupenda- escena de El tren, el despechado coronel nazi Von Waldheim le dice a Labiche (Burt Lancaster), el líder del grupo de la Resistencia que, no sin amargura y escepticismo, ha cumplido el objetivo de sabotear el tren que se llevaba el tesoro artístico:

"Aquí tiene su premio, Labiche. Algunas de las mejores pinturas del mundo. ¿Está satisfecho? No siente ninguna emoción al estar cerca de ellas. Un buen cuadro significa para usted lo mismo que un collar de perlas para un mono [...] No es usted nadie, Labiche. Un simple bruto. Las pinturas son mías. No podrá arrebatármelas. La belleza pertenece a los hombres que saben apreciarla. Esos cuadros volverán a mí o a hombres como yo".

¿Se equivoca acaso el coronel Von Waldheim?

Cabría replicarle, desde una perspectiva progresista, que la sociedad trabaja para que todos sepan apreciar la belleza, y que justamente de ahí deriva la importancia de conservar tantas obras de arte que de momento sólo disfruta una minoría. Pero esta idea sólo adquiere fundamento en el marco de una sociedad de tendencia igualitaria, que privilegia la enseñanza de las humanidades y desarrolla políticas culturales, educativas y fiscales consecuentes con ellas.

Fuera de este marco, a los hombres como Labiche les corresponde señalar aquello que decía Benjamin de que "no existe documento de cultura que no sea a la vez documento de barbarie", y poner en cuestión el concepto mismo de "bienes culturales" mientras sigan siendo el botín de los dominadores.

Que no siempre son los nazis, por cierto. Hace ya mucho que no.