Ignacio Echevarría
The New York Times tiene una sección dominical en la que dos escritores responden a una misma pregunta, relativa siempre al mundo de los libros. Semanas atrás la pregunta fue una de las que más frecuentemente suelen oírse en las trastiendas de los suplementos culturales: ¿Son realmente necesarias las reseñas negativas?En esta ocasión fueron las novelistas Francine Prose y Zoë Heller las llamadas a dar su opinión. Ambas parecen coincidir en que, si no necesarias, las reseñas negativas al menos sí son justificables. Sirviéndose de su propia experiencia, Francine Prose cuenta cómo en su día optó por dejar de reseñar libros malos diciéndose: "La vida es corta. Prefiero gastar mi tiempo instando a la gente a leer libros que amo". Recientemente, sin embargo, decidió escribir de nuevo reseñas negativas, conforme a un razonamiento semejante: "Si algo me molesta, la vida es demasiado corta como para no decirlo". Su propia irritación ante la estupidez y la fatuidad ajenas, su malestar ante los frecuentes casos en que se da gato por liebre, ante los malentendidos que fomenta la publicidad, ante el afianzamiento de tendencias que juzga erradas o nocivas, movieron a Francine Prose, dice, a asumir el papel de aguafiestas, que ella compara, con discutible acierto, al del niño que en la fábula grita que el rey está desnudo.
La pregunta de la Sunday Book Review venía precedida por unas sonadas declaraciones de Lee Siegel, crítico de The New Yorker, quien el pasado otoño, en una entrada de su blog, proclamó su determinación de no volver a escribir críticas negativas. Las reacciones provocadas por este anuncio se intensificaron cuando Isaac Fitzgerald, el nuevo responsable de libros de BuzzFeed, dijo en una entrevista que se proponía instituir en su sección una política consistente en sólo dar cabida a reseñas positivas. Tanto para Siegel como para Fitzgerald, las malas críticas constituyen "un anacronismo", dado que el estilo propio de la era de Internet, de su talante popular y democrático, ha de ser "compasivo y generoso".
En su columna, Zoë Heller se hace eco de la polémica desatada por Siegel y Fitzgerald y sostiene que es un error plantear el debate sobre las malas críticas como una especie de competencia entre buenos y malos sentimientos. Muy razonablemente, Heller viene a recordar que hacer público un texto supone exponerlo a la estima y a la discusión públicas, y que el escritor -a quien corresponde tratar como a un adulto y no como a un niño que enseña su redacción a sus padres- tiene derecho a conocer las reacciones que su trabajo suscita. Para Heller, el mutismo en torno a un libro constituye un castigo más inhumano que la argumentada expresión de su rechazo. Fuera de que, frente al característico elitismo de la crítica institucionalizada -dice Heller-, Internet dilata hasta el infinito la gama de las reacciones, contribuyendo a matizarlas.
Se trata, por lo que se ve, de un viejo debate, agudizado en la actualidad por el dramatismo que emite el trasfondo de una industria en apuros como es la del libro. Abonadas, al parecer, a la crítica impresionista, ni Prose ni Heller plantean la cuestión desde la perspectiva de la crítica entendida como un servicio a los lectores-consumidores, necesitados de orientación frente a una oferta que los desborda ampliamente y confundido por las campañas promocionales y las veleidades del periodismo cultural. No se plantean tampoco, o apenas, la dimensión política que tiene siempre el discurso literario, por virtud de la cual los libros -todos los libros, lo pretendan o no- sirven para poner en juego ideas y valores, concepciones del mundo, del hombre y de la sociedad, y no sólo entretenimiento, palabras bonitas y emanaciones de la vida interior.
Por lo demás, el debate sobre las reseñas positivas o negativas suele plantearse en un marco que presupone que las secciones y suplementos de libros tienen por objeto incentivar la lectura. De ahí se deriva casi automáticamente la idea -nunca explícita- de que están al servicio de la industria editorial y que deben contribuir a la difusión de sus productos. Pero aun desde este punto de vista, erróneamente servil (pues ignora que sólo una franja muy específica de lectores se sirve del reseñismo), las malas críticas, al dar testimonio de los contrastes, de los apasionamientos, de la visceralidad, incluso, que los libros son capaces de provocar, contribuyen mucho mejor que los ripios de la publicidad y de la crítica siempre amable a llamar la atención y atraer el interés de los ciudadanos.