Ignacio Echevarría

Hay asuntos que, vaya uno a saber por qué, parecen condenados a ser abordados en clave reivindicativa. Así, por ejemplo -y ciñéndonos ahora a la literatura española-, el género del cuento. O la novela policiaca. Periódicamente, los suplementos culturales saludan con alborozo la buena salud del uno y de la otra, y lo hacen como si hubieran sido víctimas de una prolongada postración o desastimiento, como si hubieran permanecido calamitosamente postergados. Y lo mismo pasa con el humor, que también es periódicamente reivindicado por unos y otros como si se tratara de una especie rara o escasa por estos pagos.



Un buen ejemplo lo procura el artículo que Rafael Reig publicó hace un par de meses en estas mismas páginas para celebrar que Fernando Aramburu hubiera obtenido el Premio Biblioteca Breve con una novela de carácter satírico. "Miedo me das, Aramburu", se titulaba el artículo, y en él se lamentaba Reig de que "en esta áspera España" predomine, al parecer, "una concepción penitencial de la literatura".



"El humor resulta sospechoso", escribía Reig. "Y con razón, porque pone al descubierto lo que preferiríamos no mirar […] El orden establecido hace bien en protegerse del humor, porque siempre es un llamamiento a la insurrección. Y al orden literario establecido nada le asusta tanto como un autor que haga reír".



De modo parecido, en el número que la revista Mercurio, de la Fundación José Manuel Lara, dedicó a "Las armas del humor", el pasado mes de marzo, Antonio Orejudo se preguntaba por las razones de que "una tradición literaria tan alegre, tan gamberra, tan sarcástica y carnavalesca como la castellana" se haya convertido "en una literatura triste y sombría".



"En España -escribía Orejudo-, donde lo oscuro ha sustituido a lo profundo y la ñoñería se confunde con la sensibilidad, la risa no gusta porque disuelve la impostura. Y disuelve también el miedo, la principal herramienta de todo poder para mantener su supremacía".



Como Reig, también Orejudo piensa que en España se tiene "una idea penitencial y elitista de la literatura". Los lectores, dice, "prefieren que la literatura y el arte en general nazcan del sufrimiento y del dolor, que tienen mucho más prestigio que la felicidad".



¿Tanto es así?



El caso es que discrepo de esta percepción que Orejudo y Reig -entre otros- tienen de la literatura española y del papel que el humor desempeña en ella. Además de ellos dos, se me ocurren decenas de narradores españoles contemporáneos, algunos también muy notables, que se sirven ampliamente del humor en sus libros, susceptibles muchas veces de ser calificados de netamente humorísticos. Orejudo invoca a Eduardo Mendoza, cómo no. Pero igualmente podría haber recordado a Juan José Millás o a Manuel Vilas, pongo por caso. A Quim Monzó o a Sergi Pàmies. A Félix de Azúa, al recientemente fallecido Javier Tomeo, a Enrique Vila-Matas, a Felipe Benítez Reyes, a Hipólito G. Navarro o a Juan Bas (creador y director de nada menos que un Festival de la Risa, en Bilbao). A Kiko Amat, a Montero Glez, a Pablo Tusset, a Robert Juan-Cantavella. Y a tropecientos escritores y escritoras más que usan y a menudo abusan del humor en sus creaciones, a tal punto que, lejos de suscribir eso de que la española es "una literatura triste y sombría", yo diría más bien que el humor -un humor liviano, si se quiere, a menudo simpaticón e inocuo, cuando no simplemente chistoso- es en ella una nota predominante, tanto antes como después de la "transición cultural" de los ochenta, que al lado de otra más solemne y preciosista consagró una narrativa "sociable", "cordial, "desenfadada", en la que el humor ha tendido a actuar como atenuante de toda mordiente crítica.



Es evidente que tanto Reig como Orejudo no están pensando en esto cuando denuncian la "concepción penitencial" de la literatura que según ellos cunde en España. Ellos piensan más bien, supongo yo, en las modalidades más cáusticas del humor, incluso más agresivas. La sátira, por supuesto. El sarcasmo, la burla, el escarnio, la gamberrada. Y la ironía, claro, la ironía.



Aun así, eso de que el humor "siempre es un llamamiento a la insurrección" me parece exagerado. Mi impresión es casi contraria: el humor, tanto más cuando se presenta previamente etiquetado como tal, como suele ocurrir, actúa por lo común como un sucedáneo de toda insurrección, como una especie de placebo que el orden establecido -el mismo que supuestamente trata de socavar- tolera con toda tranquilidad, que consiente a gusto, e incluso fomenta.