Image: Ja, ja (2)

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Mínima molestia

Ja, ja (2)

2 mayo, 2014 02:00

Ignacio Echevarría

Hace años, entrevisté a César Aira y le pregunté, entre otras cosas, qué papel atribuía al humor en su obra. Esto fue lo que me respondió:

-El humor en mis libros es totalmente involuntario. Huyo del humor como de la peste. No creo que haya cosa peor en la literatura. Escribo en serio, y todos lo encuentran hilarante. ¡Por algo me he vuelto un misántropo!

Recordé estas palabras cuando, en el artículo de Antonio Orejudo que citaba en mi anterior columna, leí: "Pocos escritores o críticos reconocen su prejuicio contra el humor. El único que lo ha manifestado abiertamente es el alemán Peter Handke, que en una vieja entrevista reconocía no sentirse cómodo con los libros que hacían reír".

Según Orejudo, "en España nadie estaría dispuesto a declarar algo así; aquí todos, incluso los más severos, se declaran partidarios del humor. Pero del ‘humor inteligente', añaden con una coletilla que los delata; como si la condición natural del humor fuera la estulticia".

Ahora ya sabe Orejudo que, aparte de Handke, hay al menos otro escritor que no sólo reconoce sus prejuicios contra el humor, sino que abjura de él. Vale que no es español, pero se acerca. Por otro lado, pienso que un cosa es declararse partidario del humor y otra distinta ser aficionado a los libros que hacen reír.

Si se me permite ponerme de ejemplo, diré que yo tampoco me siento cómodo con ese tipo de libros, entendiendo por tales los que tienen por propósito fundamental eso mismo: hacer reír. Aunque no es tanto que sienta incomodidad como que nunca encuentro el momento. He hecho incursiones en autores como Woodehouse, por ejemplo, o como Tom Sharpe. Y admito haberme reído bastante. Pero nunca me ha apetecido lo suficiente abundar en el intento. No tiene nada de alarmante. Prefiero el humor como ingrediente que como plato a degustar. Lo entiendo como una herramienta antes que como un fin en sí mismo, y siento verdadera aversión por las risas enlatadas.

Es la literatura de género, en general, lo que en realidad me disuade. Es el estrechamiento del ángulo de expectativa que comporta tener una idea previa de la reacción que va a producirme una determinada lectura. Extremando el paralelismo de manera algo burda y tendenciosa, podría decir que, por lo mismo, aun declarándome partidario decidido del sexo, no siento debilidad por las novelas pornográficas.

Respecto a lo del ‘humor inteligente', convengo en que es una categoría cargante. Pero si bien la condición natural del humor no es ciertamente la estulticia, nadie duda que ésta, como ocurre con todo, ha terminado por colonizar grandes extensiones del humor, tanto más si nos ceñimos a lo que cabe entender, siquiera muy imprecisamente, por "humor nacional", en referencia al que prospera en España.

Antes que el "humor inteligente", yo invocaría el humor salvaje o impredecible, comprendido dentro del mismo ese humor involuntario del que se resiente Aira. Retomo aquí el hilo de mi columna anterior, en la que cuestionaba la idea, bastante difundida, de que la literatura española, antaño llena de humor, se muestra generalmente reacia a él.

Mi experiencia es muy distinta. Más allá de los autores invocados el otro día, debo decir que, restringiéndome ahora al ámbito de la literatura española contemporánea, buena parte de los escritores a los que aprecio poseen un indudable sentido del humor, patente en no pocos pasajes de sus obras, por mucho que no quepa etiquetarlas, ni remotamente, de humorísticas. Así como leyendo a Cela y a Benet, me río, a veces a carcajadas, leyendo a Álvaro Pombo y a Luis Goytisolo, a Juan Marsé y a Ramón Buenaventura, a Javier Marías y a Luis Magrinyá, a Ray Loriga y a Gonzalo Torné, pongo por ejemplos. En sus novelas, el humor comparece de modo solapado, a menudo en sordina, subvirtiendo la lectura misma, poniendo en entredicho la infatuación del propio narrador a la vez que la materia de que se ocupa.

Por lo demás, da la casualidad que, al poco de haber escrito yo mi columna, se publicó una de Fernando Savater titulada, vaya por dónde, "Risa floja". Empezaba congratulándose de "que reine el buen humor en este país". Y constataba, no sin cierta aprensión, que "cada vez más gente prefiere los informativos humorísticos a los serios, las sátiras a los reportajes y en general la pícara maledicencia, sobre todo cuando hay políticos o próceres por medio, al aburrido pensamiento crítico".

Vamos a ver.