Ignacio Echevarría

La atención de los españoles ha sido acaparada recientemente por dos espectáculos que han constituido verdaderos fenómenos de opinión. Me refiero a Operación Palace, el "falso documental" sobre el 23-F ideado por Jordi Évole y emitido por La Sexta, y a la película Ocho apellidos vascos, comedia de Emilio Martínez Lázaro que aún se exhibe en los cines de todo el país y que en pocas semanas ha batido récords de taquilla, convirtiéndose en la película española más vista de la historia dentro de la propia España (casi siete millones de espectadores, dicen, en apenas un mes).



El irreverente documental de Jordi Évole desencadenó, como es sabido, una cascada de críticas y de desgarramientos de vestiduras. A pesar de las muchas pistas que emitía para sugerir que se trataba de una broma, el hecho de que el programa no se presentara etiquetado como tal, dejando bien clara su impostura, le valió toda suerte de condenas. Eso, y que su contenido venía a socavar el relato canónico sobre la Transición y el papel desempeñado en ella por sus principales artífices, incluido el rey.



Por el contrario, y al margen del enojo manifestado por algunos sectores del entorno abertzale y de la derecha más suspicaz, Ocho apellidos vascos ha tenido una casi unánime aceptación por parte del público. Con humor grueso y algo casposo, la comedia desdramatiza el conflicto vasco en unos momentos en que se contempla su solución más o menos definitiva, y arroja sobre ese mismo conflicto lo que Fernando Savater calificaba -en su artículo "Risa floja", mencionado en la columna anterior- como "carcajadas tranquilizadoras".



Los dos casos vienen a ilustrar muy contrastadamente el papel tan distinto que le cabe cumplir al humor en una misma sociedad. El programa de Évole actuó, quizás impremeditadamente, como un factor de escándalo y de discordia, y como revulsivo de no pocos lugares comunes, empezando por los relativos a la supuesta responsabilidad cívica del periodista. Ocho apellidos vascos, por su parte, parece estar actuando como lenitivo de las secuelas generadas por el conflicto vasco, y lo hace a fuerza de hurtar su crudeza y obviar su trasfondo político, reduciéndolo a una cuestión de idiosincrasia (al estilo de Astérix y los normandos). El humor se emplea en esta parodia como antídoto de la crispación, y aspira a tener efectos conciliadores, así sea a fuerza de recurrir a los tópicos más manidos. Se trata de una muestra paradigmática del "buenrollismo" en que ha solido traducirse el humor en la cultura española, al menos desde los tiempos de la Transición.



Fernando Aramburu se lamentaba recientemente en una entrevista de que "la belleza o la risa no activen una crítica social". Pero cómo esperar eso del humor en un país donde se identifica a éste con la simpatía. Puede que ahí resida el nudo de la cuestión: en esa asimilación del humor con la simpatía, de la que Rafael Sánchez Ferlosio dice que "es una variante risueña, afectada, aduladora, impúdica, agresiva y lela de la mala educación".



El espíritu crítico ha solido servirse del humor como herramienta, pero eso sólo puede ocurrir a condición de no abrir necesariamente la puerta a la simpatía, que tiene por efecto, las más veces, relativizar y disolver los efectos de la crítica. De ahí, probablemente, la dificultad detectable en la cultura española para tratar según qué cuestiones con humor. Una dificultad comparable a la que, por los mismos pagos, se tiene para aceptar que el humor puede ser aliado de la antipatía, entendida ésta -de nuevo Ferlosio- como "resistencia y repugnancia a simular y escenificar -abyectamente- un mundo que no existe".



De Aristófanes a Quevedo, de Swift a Karl Kraus, los grandes satíricos han sido grandes odiadores. Claro que la sátira es sólo una pieza más en la panoplia del humor, al que le cabe servirse de muchas otras armas. El humor, de hecho, no está reñido con la comprensión, con la piedad, con la bondad incluso. Pero de ahí a confundirlo con la simpatía hay un paso que entraña las más veces la desactivación de toda su peligrosidad. Cuando es precisamente su peligrosidad la que motivó la suspicacia que el poder ha sentido tradicionalmente hacia la risa, a la que combatió durante siglos condenándola y proscribiéndola, pero que finalmente ha aprendido a amaestrar, sacando provecho de la capacidad que tiene para servir como válvula de escape de las tensiones acumuladas y, a falta de otras mejores, para actuar como instrumento de una falsificada cohesión social.