Ignacio Echevarría

Con motivo de una relectura de El guardián entre el centeno, de J.D. Salinger, Frank Kermode ("uno de los más influyentes y respetados críticos de Inglaterra") planteaba la posibilidad de que, como consecuencia de la enorme ampliación del público lector que tuvo lugar hacia mediados del siglo XX, hubiera surgido una especie nueva: la del lector corriente, no demasiado culto, cuyo nivel es lo suficientemente alto como para degustar novelas "intelectuales", por así llamarlas. Este nuevo lector habría propiciado, según Kermode, una literatura pensada específicamente para halagar su vanidad y su gusto, haciéndolo sentir refinado e inteligente.



De este nuevo lector (ya no tan nuevo, a estas alturas, y tal vez en franco declive) dice Kermode que es un "consumidor mimado" por la industria editorial, la cual no cesa de suministrarle productos de cierta calidad que sin embargo "no tardan en volverse obsoletos". Conforma este lector un público cuyas necesidades es posible satisfacer "con facilidad y rapidez", de lo que deriva Kermode el siguiente diagnóstico: "Los libros no van a durar mucho más que los automóviles. De los tumultos entre los que vivimos parece que vamos a apropiarnos de una característica: su inconstancia. Lo que nos gusta ahora no nos gusta por su propia naturaleza, así que no resistirá".



En el artículo al que me refiero Kermode describe la decepción que le produjo su relectura de El guardián entre el centeno, libro que en su momento le había parecido "encantador". La novela, dice Kermode, "está diseñada para que los lectores puedan ver el bosque y los senderos en el bosque, así como algunos robustos árboles primitivos. Es una novela pensada para agradar a un público digno y amplio". De ahí saca Kermode la impresión de que el libro tiene algo de "farsante". Y concluye: "El guardián entre el centeno incorpora importantes dosis de pulsión de muerte prefabricada, justo lo que necesita el consumidor, al que también le gusta que la pasta de dientes, además de ser un buen profiláctico contra la piorrea, tenga buen sabor. La previsible reacción del consumidor es doble: ¡qué bueno! y ¡qué inteligente! Las actitudes del muchacho [Holden Caufield] hacia la religión, la autoridad, el arte y el sexo son las que a la gente inteligente le gustaría que tuvieran sus conciudadanos, pero que no puede suscribir porque sabe demasiado sobre el mundo y la realidad. Les gusta sentirse unos resistentes albergados en un sentimiento puro y algo desordenado, allí se sienten bien. Y el éxito del libro revela que el autor ha integrado a su producto esta clase de satisfacción".



Dejemos a un lado la irritación o el escándalo que estas palabras están destinadas a producir en los muchos lectores que, no sin buenas razones, "adoran" la novela de Salinger. No cabe duda de que Kermode está expresando el punto de vista de una élite de lectores que experimenta vivamente su "diferencia" respecto a la nueva masa de "los agudos lectores corrientes" para los que, según él, escribe Salinger. Esa "diferencia" se vería reflejada en la pretensión de que hay una jerarquía superior de libros que reclaman ser leídos de otra manera, y que en consecuencia están abocados a "un público minoritario y exigente". Del hecho de que este público "minoritario y exigente" se asimile con relativa frecuencia a esa "gran masa de lectores que lee de manera muy distinta, y que se ha sumado de manera fortuita a la lectura de novelas ‘intelectuales'" no debería desprenderse, según Kermode, que lean siempre lo mismo. Y menos aún que lo que leen venga a ser lo mismo.



Lo que Kermode viene a concluir es que, por debajo de la indistinción que promueve la industria editorial (con el consentimiento e incluso la complicidad de una crítica desmantelada), cabe reconocer las marcas de una literatura destinada a caducar en el plazo de unas pocas décadas y otra que no. De una literatura resultona y complaciente, y de otra osada y resistente. Algo que, obviando la tradicional y ya obsoleta oposición entre alta y baja cultura (oposición que cuestiona precisamente la irrupción de esa nueva masa de "lectores corrientes" de cierto nivel), podría traducirse en estos términos: una literatura a favor del lector y otra que lo confronta tanto a él como a su tiempo; una literatura que trata de conmover al lector y otra que trata de moverlo de su lugar, arrancarlo de su autosatisfacción, abrirlo a nuevas posibilidades de la imaginación, de la voluntad, de eso que pasa por realidad y su improbable belleza.