Ignacio Echevarría

Tiempo atrás, en el marco de esta misma sección, amagué una serie sobre 'Escritores perdidos', entendiendo por tales aquellos que, habiendo disfrutado en su día de una importante notoriedad, han quedado relegados luego al más inclemente olvido. En la primera de las columnas dedicadas al asunto recordaba a José María Gironella y a José Luis Martín Vigil, dos novelistas a los que leí con voracidad durante mi adolescencia, cuando ambos eran aún muy populares. Por la misma época, recuerdo ahora, leí algunas novelas de Torcuato Luca de Tena y de Mercedes Salisachs, autores de gran circulación en aquel tiempo. También ellos, ya en los ochenta, vieron su fama arrinconada por el nuevo orden cultural surgido de la entonces naciente democracia. Mercedes Salisachs se quejaba de ello con dignidad y resignación al final de su vida. Fallecida hace apenas dos semanas, a los 97 años de edad, la larga carrera de esta escritora se prolongó casi cuarenta años más allá de su época de esplendor.



Luca de Tena y Salisachs eran escritores de perfil muy distinto a los de Gironella y Martín Vigil. Los dos procedían de familias acaudaladas, pertenecientes a la 'alta sociedad' de Madrid y de Barcelona, respectivamente, y, aun declarándose toda su vida monárquicos, al terminar la guerra civil celebraron con entusiasmo, jóvenes aún, la victoria del bando nacional.



Su ascendencia y sus posiciones ideológicas hubieron de volverse en su contra después de la muerte de Franco. En el caso de Luca de Tena -nieto del fundador del ABC, procurador de las Cortes, miembro del Consejo Nacional por designación directa del Caudillo- no deja de ser natural que así ocurriera. Pero Mercedes Salisachs no tuvo ninguna participación pública en la vida política. Estos días se ha recordado que "sufrió la intransigencia de la censura durante la dictadura franquista", y es cierto que al menos dos de sus novelas tuvieron problemas en este sentido. De hecho, Salisachs no tardó en reflejar en sus libros sus aprensiones hacia el régimen de Franco, propias de quien había recibido una educación liberal con ínfulas cosmopolitas. Algo que, en el caso de Salisachs, no entraba en contradicción con su conservadurismo, su religiosidad y su jactancia de sentirse, "por encima de todo", española.



Entre los cinco idiomas que al parecer hablaba Salisachs (nacida en Barcelona en 1916, y de apellidos catalanes por los cuatro costados) no se contaba el catalán. "Ni se me ha pasado por la cabeza aprenderlo; en mi entorno más cercano nadie conoce esta lengua", declaraba en una entrevista publicada por El Mundo hace ahora tres años.



En otra entrevista exhumada estos días resumía así su posición política: "O tiras claramente hacia marxista o hacia monárquico. Yo soy monárquica".



Poco antes, admitía ser "una señora pija", mal vista entre los pijos por dedicarse a escribir, y, entre quienes no lo son, condenada por pija.



Pero el problema no parece residir en que fuera pija o dejara de serlo. Ni siquiera en si, por serlo, heredó la estrechez de miras y la garrulería características de una élite plutocrática tradicionalmente alérgica a toda manifestación de cultura que no cumpla funciones decorativas o contribuya a la propia ostentación. Es justo recordar que Salisachs se empecinó en formarse intelectualmente, y que gustaba de decir que ella no era una señora que escribía, sino una escritora profesional que también era una señora. Pero su problema fue otro, como sugiere el hecho de que José María Gironella, criado en el seno de una familia muy humilde, también padeciera en vida un ostracismo semejante al de Salisachs, patente en el ninguneo de la crítica y el persistente obviamiento de su nombre en los periódicos censos y balances de una narrativa -la española- cuyos nuevos oficiantes escribían no pocas veces novelas no tan distintas a las suyas.



Se ha observado ya que la muerte de Franco no supuso un corte cultural, dado que, al menos en el plano literario, las energías renovadoras habían empezado a germinar ya en los sesenta. Si algún corte hubo, se produjo en la cultura popular, en los nuevos patrones de consumo del gran público.



Un país entero se despertó un día resuelto a mirarse al espejo y verse joven, guapo y encantadoramente democrático. Para eso, convenía cambiarse el peinado de toda la vida y darse nuevos aires, lo cual supuso mandar al desván a un puñado de cineastas, novelistas y presentadores de televisión que recordaban al personal la cara con que salía en las fotos.



Fue eso, más o menos.