Ignacio Echevarría

En una columna reciente ('El escritor bueno y feo', se titulaba), Vicente Verdú salía al paso de la pretensión, todavía bastante generalizada, de que resulta impropio entrometer, cuando se comenta una obra literaria o artística, alusiones a la vida privada de su autor. "Público y privado forman un circuito que sirve para lograr una idea redonda del individuo, sea un artista o un presidente de empresa", sostiene Verdú. Y concluye: "Definitivamente, en nuestros tiempos informáticos y superinformados, el hecho personal, la mancha humana biográfica y analítica es la base obvia e ineludible de cualquier crítica fundamentada, artística o no".



Esto último atenta de plano, se diría, contra uno de los preceptos tácitos de la crítica políticamente correcta: el de no emplear argumentos ad hominem, es decir, obviar toda alusión a cuanto el autor es o ha dicho fuera de su obra. Me refiero ahora a la crítica de actualidad, al reseñismo corriente, pues, en la crítica de más calado, y en contra de lo que Verdú sugiere, la tendencia a explicar una obra a la luz de la vida de su autor cuenta, ya desde antes de Sainte-Beuve, con una vieja y bien consolidada tradición, que ha resistido impasible el embate de las teorizaciones de formalistas y estructuralistas y las correspondientes profecías sobre "la muerte del autor".



Paradójicamente, en la crítica de actualidad, y en nombre de una siempre malentendida neutralidad, se suele estimar de mal gusto aludir a circunstancias ajenas a la obra considerada, y se condena la repercusión sobre ella de elementos extraliterarios, por así llamarlos. Algo del todo plausible, probablemente, cuando se trata de datos de la vida privada del escritor mantenidos por él mismo, con más o menos celo, en la esfera de lo privado. Pero más difícilmente exigible cuando se trata de manifestaciones o actuaciones públicas del autor en cuestión, ya sea en calidad de escritor o de simple ciudadano.



El comentarista o el crítico de actualidad no puede abstraerse -no debe- de las condiciones de recepción de una obra. Y esas condiciones no las genera la obra por sí sola, sino toda una serie de factores que la conciernen ya sea directa o indirectamente, de forma deliberada o no. El consumidor de una reseña no habita en ese futuro cada vez más improbable en el que la obra en cuestión se leerá abstraída de las condiciones de su creación: suele ser un contemporáneo de la obra misma, y a menudo llega hasta ella movido por factores exteriores a su contenido. Insisto: con frecuencia, el impacto que una obra obtiene no obedece solamente a sus propios méritos, sino también a circunstancias de todo tipo que en absoluto deberían obviarse; lejos de eso, deberían tenerse muy en cuenta, cuando menos para distinguir, hasta donde sea posible, en qué medida intervienen con sus efectos en dicho impacto.



Por decirlo más claramente: ni la editorial en que se publica, ni el envoltorio en que se presenta, menos aún -llegado el caso- el tipo de promoción de que ha sido objeto, son elementos irrelevantes a la hora de enjuiciar una novela, por ejemplo. No lo son, desde luego, el hecho de que haya obtenido un premio, ni la naturaleza de ese premio, como tampoco el que el autor o sus agentes hayan concurrido a él, acaso para negociarlo subrepticiamente. Tampoco lo son las declaraciones del autor acerca de su obra, ni siquiera las que pueda hacer sobre cualquier otro asunto.



La proyección pública del autor en cuestión, las herramientas y las plataformas de las que se sirve para darse a conocer o para obtener notoriedad, la visibilidad de que disfruta y el grado de participación que él mismo tiene en ella, son factores a considerar a la hora de graduar el juicio que una obra merece. Y ello por cuanto el comentarista mismo, como los lectores a los que se dirige y en cierto modo representa, no es inmune -ni puede pretenderlo- a los efectos que todas estas cosas tienen sobre su lectura y, previamente, sobre su disposición como lector.



Si una obra sobrevive al paso del tiempo, será inevitable que se dilucide a la luz de la vida de su autor, incluidos los aspectos más íntimos de su privacidad. Antes que eso, esa obra se nutre de los ruidos y de los ecos que se producen en torno a ella, y que condicionan, ya sea distorsionándola o amplificándola, su recepción, razón por la que conviene prestarles atención.