Ignacio Echevarría
Desde que la leí por primera vez, hace más de veinte años, se me quedó grabada esa frase de Corazón tan blanco en la que dice el narrador que "el matrimonio es una institución narrativa". Con frecuencia he visto corroborada, desde entonces, la idea que Javier Marías acierta a sintetizar tan bien.En una muy recomendable novela de Elizabeth Taylor, Una vista del puerto (de 1947, publicada por Alfaguara en 1990), Tory Foyle, una mujer divorciada, le confiesa a un amigo: "Sabes, he llegado a la conclusión de que el verdadero objetivo del matrimonio es hablar. Es lo que lo distingue de otros tipos de relación entre hombres y mujeres, y es también lo que más se echa en falta a la larga, por extraño que parezca: la profusión de comentarios cotidianos sobre trivialidades. Creo que es una necesidad humana fundamental, mucho más importante que una pasión violenta, por ejemplo".
La fórmula de Marías apunta más allá del rutinario parloteo al que Tory Foyle alude: sugiere que, en el marco del matrimonio (o de la pareja estable, por aliviar ahora al asunto de su carga contractual), el "otro" se convierte en recipiente del relato que cada uno hace de sí mismo. Un relato que al otro, como "lector", le corresponde respetar en términos generales, aun si, como todo relato, posee sus zonas oscuras, sus silencios, sus debilidades, sus trucos y engaños, sus motivos recurrentes, sus efectos de estilo.
De resultas de haber conversado sobre la cuestión con Pablo Muñoz, escritor todavía en ciernes a quien envidio su voracidad y agudeza como lector, éste me mandó un estupendo pasaje de El cuento de nunca acabar (1983), de Carmen Martín Gaite. Allí se lee: "Incluso en la actualidad, cuando los asuntos amorosos tienden a entablarse aceptando la transitoriedad de su condición y esquivando el compromiso derivado de idealizar su propio comentario, la queja implícita en el desengaño de un amante a punto de verse abandonado por otro reside primordialmente en el ‘ya no me hace caso', ‘está distraído cuando le hablo', ‘no atiende a lo que le cuento'. El hecho de que haya variado el material narrativo que hoy se ofrecen unos enamorados a otros, enfocando menos hacia la descripción de sus propios sentimientos y más, por ejemplo, hacia el comentario de aficiones comunes no quita validez a lo que digo. Lo que busca siempre un enamorado es mantener despierto el interés del otro, no tanto por su vida como por su palabra, lograr que le escuche sin pensar en otra cosa. La traición amorosa es, sobre todo, rechazo de narración".
Un nuevo y contundente testimonio (los hay por doquier, parece mentira cómo una fórmula feliz predispone a su comprobación a cada rato) de eso sobre lo que Javier Marías indagaba a su modo en Corazón tan blanco y que se me antoja, conforme he especulado ya en otro lugar, toda una clave para observar y analizar los rumbos y las maneras de la narrativa contemporánea.
Cuando se discurre sobre ésta, muy pocas veces se considera algo tan obvio y tan determinante como es la improbabilidad cada vez mayor de que, en la esfera privada, el individuo consiga sostener un relato continuado a través del tiempo, ni consiga retener a un público fiel (vale decir su propia pareja).
Las conductas narrativas no dejan de ser -en buena medida, al menos- expresión o reflejo de las que el sujeto emplea cotidianamente para contarse a sí mismo. La discontinuidad que entraña el nuevo orden -o desorden- amoroso, la reiterada disolución del "pacto narrativo" que uno establece tácitamente con su pareja, la tendencia creciente a recomenzar una y otra vez el propio relato o a abandonar el recién empezado, probablemente vengan siendo factores determinantes de algunas tendencias de la narrativa contemporánea. En cuanto a esa "profusión de comentarios cotidianos sobre trivialidades" a las que Tory Foyle se refiere, también ellos se han dispersado entre un sinfín de interlocutores, casi siempre virtuales. Los teléfonos inteligentes, el correo electrónico, la promiscuidad y la densidad de los tráficos sociales vaporizan esa actividad parlanchina, que en su multiplicidad va perdiendo la capacidad de tejer redes firmes y duraderas sobre las que sostener el propio relato, con la consiguiente pérdida del sentido de responsabilidad que lo acreditaba. Habría que ver si la locuacidad, la inestabilidad, la volubilidad, la inanidad, la falsa confidencialidad de buena parte de la narrativa contemporánea no tienen que ver con eso.