Ignacio Echevarría

Puede que el asunto esté mal planteado de raíz. Que los argumentos que han solido esgrimirse para incentivar la lectura no sean los más adecuados. Que haya prosperado, a consecuencia de ello, una idea torcida, cuando no directamente lamentable, de los beneficios que la lectura puede entrañar.



Así lo sugiere, sin ir más lejos, la fortuna del dicho popular, aquello de que "la letra con sangre entra". ¿Con sangre? Cuesta creerlo cuando uno mira a su alrededor y no cesa de ver por todas partes hombres y mujeres aferrados a sus teléfonos inteligentes; leyendo y escribiendo sin parar, a toda hora; empleando los pulgares para teclear compulsivamente, con la misma concentrada fruición con que los chimpancés se despiojan unos a otros.



En El placer del texto (1973) escribe Roland Barthes: "Según parece un francés de cada dos no lee, la mitad de Francia está privada -se priva- del placer del texto". Y añade: "Generalmente se deplora esta desgracia nacional desde el punto de vista humanista, como si despreciando el libro los franceses renunciasen solamente a un bien moral, a un valor noble".



Pero a lo que estarían renunciando los franceses, viene a decir Barthes, es a una fuente inagotable de placer, susceptible en cuanto tal de integrarse en "la sombría, la estúpida y trágica historia de todos los placeres objetados y reprimidos en las sociedades", silenciados por una cultura -la del Occidente capitalista- en la que cunde cierto "oscurantismo del placer".



Esto último puede resultar chocante, dada la frecuencia con que hemos oído tachar a esta misma cultura de hedonista. Pero aquí es donde Barthes hace su luminosa demarcación entre deseo y placer.



El hedonismo, dice Barthes, "ha sido reprimido por casi todas las filosofías […] El placer es siempre decepcionado, reducido, desinflado en provecho de los valores fuertes, nobles: la Verdad, la Muerte, el Progreso, la Lucha, la Alegría, etc. Su rival victorioso es el deseo: se nos habla continuamente del deseo pero nunca del placer".



Sería el deseo, pues, y no el placer, lo que la llamada sociedad de consumo excita una y otra vez, reinventando y desplazando sin cesar su oscuro objeto. No, la fruta prohibida no era una manzana. Ni siquiera era una fruta. Es la zanahoria que nunca dejan de ponernos delante y para cuya consecución se nos permite todo menos una cosa: morderla, disfrutarla.



Como de tantas cosas susceptibles de un uso no productivo, también de la lectura ha solido hacerse una propaganda tendenciosa, que apenas concede un valor residual a lo que bien podría constituir su principal reclamo: se trata de una formidable manera de obtener placer. Una fábrica de goce, de dicha.



Admito que así expresado puede resultar algo cursi o intempestivo. Y tengo presente que el placer - "el placer de leer"- ya ha sido invocado en más de una ocasión en los eslóganes acuñados para la publicidad de algunos libros o editoriales. Propongo sencillamente -glosando llanamente a Barthes y sus arrebatados apuntes, tan propios de los setenta- profundizar en la cuestión y otorgar a ese término, el de "placer", un alcance superior al que suele concedérsele en los reclamos publicitarios, donde su campo semántico aparece reducido a las connotaciones ligadas al ocio, a la distracción, al entretenimiento.



Todo esto -distraerse, entretenerse- está muy bien, no digo que no. Como no deja de estar bien, dígase lo que se diga, encomiar el valor que la lectura tiene como herramienta de conocimiento y de emancipación, así sea desde "el punto de vista humanista" al que Barthes alude con retintín.

Se trata simplemente de sustraer a la lectura de la lógica del capital, es decir, de la lógica del trabajo y el rendimiento. De relegar a un segundo plano su valor instrumental, su carácter de inversión mediante la cual obtener logros de cualquier clase. Y con ello, descargarla de las connotaciones de esfuerzo, de sacrificio y hasta de sufrimiento que suelen ir ligadas a esos logros.



Al mismo tiempo, exaltar el placer que la lectura procura como algo más que un esparcimiento, una relajación, una evasión de la esfera del trabajo. Reivindicar la especificidad y la intensidad de ese placer, su naturaleza absorbente y en absoluto subsidiaria o compensatoria, su carácter asocial, su potencial subversivo, su autosuficiencia y su plenitud.



Quizá ese fuera el camino: prestigiar la lectura con el aura maldita de los placeres prohibidos, como son en definitiva todos los placeres verdaderos, en los que el yo aprende a liberarse de sus ataduras.