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Mínima molestia

Rebaja

19 septiembre, 2014 02:00

Ignacio Echevarría

Pese a que terminó de escribirla en el otoño de 1931, Elias Canetti no consiguió ver publicada su primera y única novela, Auto de fe, hasta el otoño de 1935. El calvario que había supuesto la búsqueda, durante esos cuatro años, de un editor se vio en alguna medida compensado por la excelente recepción crítica que obtuvo el libro, y por el interés que suscitó más allá del ámbito germánico, dado que varios editores se interesaron por él.

Entre las reseñas que llamaron la atención sobre la novela se cuenta la escrita por Hermnan Hesse para el suplemento literario del periódico suizo Neue Züricher Zeitung. Hesse se refiere a Auto de fe como la "curiosa novela de un talentoso escritor joven, que no sólo despierta en el lector un interés palpitante, sino que también da la impresión de gran dominio y maestría en la ejecución". A pesar de lo cual, añade, "sigue en el aire la pregunta de si merece realmente el calificativo de literatura o es solamente un libro de éxito y gran venta, una obra de notable virtuosismo".

No es de extrañar que el comentario de Hesse se le antojara a Canetti "ofensivamente necio". Más allá de la vulgaridad de la terminología empleada a lo largo de toda la reseña, asombra hoy la duda que Hesse plantea acerca de la condición literaria de la novela de Canetti, en la que reconoce, antes que nada, "un libro de éxito y gran venta".

Cualquiera que haya leído Auto de fe recordará, con independencia del aprecio que sienta por el libro, haber pasado por una experiencia abrumadora. La novela, "una obra maestra de la coherencia estilística" (Claudio Magris), crea una atmósfera casi irrespirable debido a la incapacidad que tienen los personajes de comunicarse unos con otros, todos prisioneros de su propia fraseología, que los convierte en autómatas poseídos por el delirio y la violencia a que los empuja la absoluta ausencia de amor.

El mismo Canetti comparaba jactanciosamente su novela con los actos finales del Rey Lear, y no le faltaban razones para ello. Como sea, que una novela de estas características haya podido ser tomada en algún momento por "un libro de éxito y gran venta", hasta el extremo de poner en duda "si merece realmente el calificativo de literatura", habla por sí solo, tanto o más que del formidable despiste de Hesse, del nivel tan elevado de que gozarían por aquella época los libros "de éxito y gran venta".

Entre éstos se contaban sin duda los de Stefan Zweig, que hoy es leído y venerado como un clásico de la literatura austríaca, pero que en la época de entreguerras, en que llegó a la cima de su éxito, era contemplado con un desprecio más o menos teñido de condescendencia por no pocos de sus contemporáneos (Canetti entre ellos, aun a pesar de que fue gracias precisamente a Zweig que al fin consiguió publicar Auto de fe). Unos y otros lo consideraban un esforzado divulgador, un escritor casi tan prolífico y laborioso como mediocre. Y cómo iba a ser de otro modo, en unos tiempos en que un autor como Musil manifestaba abiertamente sus reticencias hacia Thomas Mann y se refería desdeñosamente a Herman Broch como el "rey del Imperio del Papel".

Podría aportarse un montón de ejemplos de escritores -como Somerset Maugham, como John Steinbeck, como Graham Green- que en su día fueron catalogados como "comerciales" ("de éxito y de gran venta") y que hoy suscitan un justificado respeto, dado que sus libros se nos antojan infinitamente más sutiles y logrados que los de los autores que en la actualidad ocupan su lugar.

¿Un efecto de perspectiva? Esa será probablemente la explicación preferida por estos últimos autores, persuadidos en su fuero interno de ser dignos continuadores de aquellos otros. Pero, sin necesidad de incurrir en jeremíacos lamentos sobre la decadencia de los tiempos, cabe pensar en una progresiva rebaja no sólo de los criterios evaluadores de lo que hoy pasa por literatura más o menos buena, sino también, y en consonancia con ello, de la calidad del ejercicio mismo de la lectura. Esto último atribuible, sin duda, al desmantelamiento de la educación ya no digo humanística, sino meramente letrada; pero debido también, sobre todo, a la merma progresiva y generalizada de aptitudes como, por ejemplo, la atención, o la capacidad de abstracción, imprescindibles para el adecuado consumo de ciertas modalidades y grados de inteligencia y de complejidad, valdría decir de belleza.