Ignacio Echevarría

El término empleado por Pablo Iglesias y sus seguidores para designar a la clase política - "la casta"- parece haber hecho fortuna. Aun sin ser una ocurrencia original (ya había sido empleado por otros previamente, con sentido parecido), en muy poco tiempo se ha vuelto moneda corriente a la hora de connotar el juicio que al usuario le merecen los políticos tomados en conjunto. El término ha prosperado en el marco de un estado de opinión que Podemos viene capitalizando y articulando con notable astucia y que propone una enmienda a la totalidad de lo que se ha dado en llamar el "régimen del 78", a cuyo amparo floreció lo que se entiende por Cultura de la Transición, la CT, otro concepto multiusos que ha terminado por funcionar como contraseña anatemizadora, gracias a la tenaz pedagogía de su mayor ideólogo, Guillem Martínez.



Este último concepto apunta más allá de la esfera de la política y da lugar a plantearse, con toda la candidez o malevolencia que se quiera, la pregunta de si en el ámbito de la cultura propiamente dicha cabe hablar, a su vez, de la existencia de una casta cultural surgida, como la política, de connivencias y de intereses que han procurado prebendas y asegurado posiciones de privilegio.



Una manera facilona de responder a la pregunta es apuntar a los jerarcas culturales; a los muñidores de las instituciones culturales públicas; a la "facción cultural" -por así decirlo- de la casta política, que ha desarrollado "políticas culturales" a menudo extravagantes y despilfarradoras; por no hablar aquí de los blanqueamientos y de las especulaciones en torno a equipamientos culturales -fundaciones, museos, palacios de la música, pabellones- que hoy se nos antojan sencillamente delirantes.



Otra manera asimismo facilona, y aún más inútil, de responder consiste en mimetizar el tratamiento que se tiende a dar a la clase política e, impugnando el sistema cultural español también en su totalidad, etiquetar como casta, sin más consideraciones, no sólo a sus "mandarines", sino a cuantos forman parte de él, así se trate de directores de instituciones como de editores, cineastas, escritores, artistas, periodistas, columnistas, reseñistas... todo bicho moviente, basta con que haya medrado lo más mínimo en cualquiera de las plataformas o circuitos que integran dicho sistema, que se estima es responsabilidad del conjunto de todos sus integrantes, cualquiera sea su grado de implicación en el mismo.



En un término medio, más razonable y sin duda bastante más problemático a la hora de ser explicitado, cabría postular la existencia de una casta cultural cuyo denominador común sería no tanto haber medrado en el marco y durante el período de la llamada Cultura de la Transición como el haberlo hecho suscribiendo sus tácitas premisas y sus mecanismos de promoción y de reconocimiento.



Entre los rasgos definitorios de la CT, cristalizada durante la era felipista, se cuentan la desactivación de la tradicional suspicacia del intelectual respecto al poder y su pérdida de pudor en relación a las seducciones y servidumbres del mercado. Los dos rasgos serían distintivos, a su vez, de esa presunta casta cultural, que se haría reconocible por la ausencia de escrúpulos con que sus integrantes han escoltado a la clase política, con que han aceptado distinciones y sinecuras asignadas a dedo, con que han participado en saraos y romerías a cuenta del erario público; y por la ausencia de pudor, también, con que han concurrido -para ganarlos- a premios comerciales obviamente amañados, formado parte de jurados decorativos, asumido papelones en publirreportajes periodísticos, colaborado en revistas de papel cuché para soltar toda suerte de vaciedades.



La escandalera producida en torno a El cura y los mandarines, el libro de Gregorio Morán que Planeta ha renunciado a última hora publicar (lo hará próximamente Akal), alienta las expectativas de que esa presunta casta cultural se vea pronto, como la política (hechas todas las salvedades, pues la suya sería una corrupción de baja intensidad: una "corrupción sostenible", como diría Nicanor Parra), sometida a un generalizado y riguroso enjuiciamiento. Pero la cuestión -por lo demás muy espinosa- viene de lejos, y llega mucho más acá del año 1996 en que se detiene, al parecer, el trabajo de Morán, que habrá que esperar a leer para saber hasta qué punto y de qué modo postula la existencia efectiva de esa casta, y contribuye a retratarla. Entretanto, toca aguantar con resignación cómo algunos nos cuentan, muy ceñudos, de qué iba la fiesta en la que ellos mismos no han parado de bailar.