Ignacio Echevarría

En uno de sus pecios, Rafael Sánchez Ferlosio glosa la sorpresa y la excitación que experimentó una tarde de domingo, décadas atrás, mientras visitaba "el solitario y bastante abandonado zoo de Lyon". Se hallaba frente a la jaula del león, que "levantaba el hondo y prolongado bostezo de sus fauces", cuando, por entre los arbustos que lo separaban de los barrotes, vio de pronto deslizarse, "espléndida de gracia, de sigilo y de libertad", una gran rata. La vio también un visitante que estaba a su lado, y que exclamó en voz alta: "Oh! Quel beau rat!" (¡Oh, que hermosa rata!). Dice Ferlosio que no pudo menos que asentir de todo corazón a esas palabras, pues acertaban a expresar lo que él mismo había sentido ante la inopinada aparición: "que el león no era allí más que un pobre pensionado del Ayuntamiento de Lyon, subvencionado para representar a una presunta Naturaleza, a la que, por lo demás, a causa de esta misma circunstancia, mal podía ya, en verdad, representar; y que naturaleza, en todo caso, no era allí sino lo que había traído y había hecho surgir y campear por un momento ante nuestros ojos la admirable rata que, imprevista, inconsentida, indeseada y hasta prohibida, había cruzado por delante de él".



Me acordé de este pecio con motivo de las reacciones a que dio lugar la noticia de que en el zoo de Barcelona un hombre se había adentrado en el recinto de los leones, siendo de inmediato atacado por tres de ellos, que le causaron graves heridas. El suceso, que tuvo lugar asimismo en domingo -día en que el zoo recibe a un número de visitantes mayor que el habitual-, sobrecogió a quienes lo presenciaron (y que, como Ferlosio, se hallarían allí movidos apenas "por la arraigada rutina de una antigua deferencia, por un ya vacuo y formulario resto de respeto y cortesía hacia el que en otro tiempo por no menos que por rey de la selva solía vender su vida").



Los responsables del zoo no tardaron en anunciar que iban a reforzarse las medidas de seguridad destinadas a prevenir el eventual acceso de intrusos a los recintos de los grandes felinos. Entretanto, quienes acuden estos días al zoo de Barcelona contemplan con otros ojos -¿por cuánto tiempo?- a los mismos leones que hasta poco antes podían ser tomados -por emplear los mismos términos que Ferlosio- como pobres pensionados del Ayuntamiento de Barcelona, subvencionados para representar tristemente a una Naturaleza desvirtuada por el simple hecho de haber sido sometida.



La naturaleza, sin embargo, como se ha tenido ocasión de ver, late en ellos: obstinada, recalcitrante, temible. Acaso como la dignidad en una ciudadanía abotargada y desposeída, que apenas recuerda ya para qué tiene garras y colmillos, pero que ojalá se mostrara capaz de emplearlos, al menos cuando -como ahora mismo- se invade atrevidamente la ya muy reducida parcela de sus más elementales derechos.



Observando la proliferación, en el cine de los años 30, de monstruos como King Kong o de terroríficos dinosaurios, Adorno reconocía en ellos "una proyección colectiva del monstruoso estado totalitario". Y añadía: "Pero la representación de animales primitivos vivos o extinguidos hace pocos millones de años no acaba ahí. La esperanza que anhela la actualidad de lo más remoto apunta al convencimiento de que los seres de la creación puedan superar el agravio que les ha hecho el hombre, si no a éste mismo, y surja una especie mejor que al fin lo consiga".

De esta misma esperanza dice Adorno que surgieron los parques zoológicos, sobre los que dice que son "alegorías del ejemplar o la pareja que se resiste al destino que a la especie en cuanto especie le está deparado".



Por unos meses, los que dure la memoria del suceso, los visitantes del zoo de Barcelona percibirán frente al foso de los leones el perfume de un peligro dormido, en el que se entrelazan confusamente el miedo y la esperanza. Un renovado prestigio embellecerá la marchita majestad de los cautivos reyes de la selva. Y eso acrecentará, de rebote, el susto y la aprensión que provoquen esas espléndidas ratas furtivas en cuyos ojos enrojecidos arden los rescoldos de un fulgor que bien podría destruir este mundo.