Ignacio Echevarría

El pasado mes de octubre, en el marco de la Risa de Bilbao (un insólito "festival internacional de literatura y arte con humor" cuyo contenido suele ser bastante más imprevisible y abarcador de lo que su título sugiere), tuvo lugar una buena conversación entre Rodrigo Fresán y la novelista estadounidense Lionel Shriver (conocida sobre todo por su novela Tenemos que hablar de Kevin, de 2003, publicada, como otras suyas, por Anagrama y adaptada al cine en 2011).



En un momento dado, Fresán le preguntó a Shriver sobre los orígenes de su vocación, sobre el detonante de su decisión de escribir, algo a lo que ella no supo muy bien qué responder; simplemente recordó que ya a los siete años quería ser escritora. Contó a continuación un pequeño diálogo que mantuvo a esa edad con un amigo de sus padres que visitaba su casa. Con la habitual condescendencia que los adultos emplean con los niños, él le preguntó qué quería ser de mayor. Ella respondió, muy segura de sí: "Quiero crecer y escribir e ilustrar mis propios libros". "¿Quieres escribir libros para adultos, cuando crezcas?" Esta nueva pregunta la dejó descolocada, confesaba Shriver, pues nunca lo había pensado. "Supongo que sí", respondió para salir del paso. Pero enseguida se dijo a sí misma, contrariada: "No, porque los libros de adultos no tienen dibujos".



El interés de Fresán se explica porque él mismo, como Shriver, también quiso ser escritor desde muy niño, según recordaba ya en uno de los episodios que integran su primer libro, Historia argentina (1993). De hecho, son muchos los escritores que, al hablar de su vocación literaria, se remontan a los años de su infancia, es decir, se recuerdan a si mismos queriendo "desde siempre" ser escritores. Son muchas, también, las explicaciones que se dan sobre esta temprana disposición a escribir. Fresán especula con la idea de que "los escritores son aquellas personas que durante su infancia aprenden, en tiempos terribles, a refugiarse en sus propias fantasías o en la acción; en la voz de algún piadoso narrador, en lugar de las voces de los seres reales que lo rodean". Sin entrar en conflicto con esta hipótesis, Roland Barthes, en el prefacio a sus Ensayos críticos (1964), lanza otra muy persuasiva. Dice allí que lo que determina la vocación del escritor viene a ser una relación con el propio yo muy semejante a la de los niños.



"Como el niño que dice su propio nombre al hablar de sí -escribe Barthes-, el novelista se designa a sí mismo por medio de una infinidad de terceras personas; pero esta designación dista mucho de ser un disfraz, una proyección o una distancia (el niño no se disfraza, no se sueña ni se aleja); se trata, por el contrario, de una operación inmediata, llevada de un modo abierto, imperioso, y de la que el escritor tiene necesidad para hablarse a sí mismo."



Barthes lleva su razonamiento mucho más lejos, pero baste este apunte para vislumbrar la posibilidad de un vínculo particular entre la condición del escritor de ficciones y la del niño. Conforme a este vínculo, la pregunta que confundió a la pequeña Shriver -"¿Quieres escribir libros para adultos, cuando crezcas?"- podría ser formulada a la inversa, dirigida ahora, con impostada extrañeza, a un adulto que persevera en su vocación de contar historias: "¿Así que te empeñas en expresarte como un niño y hablar de ti en tercera persona?".



Es broma, por supuesto. A nadie se le ocurriría hacer una reducción tan mecánica de lo que Barthes sugiere. Pese a lo cual, cabe sostener que en la decisión de convertirse en narrador interviene en alguna medida cierto enquistamiento de la infancia, determinado por un predisposición que, como el niño, conserva el escritor a cultivar una relación con el mundo y consigo mismo mediada a través de un peculiar trato con el lenguaje.



Cómo iba un niño a querer escribir libros para adultos. No es sólo que no lleven dibujos: es que el único lector que el niño es capaz de imaginar es él mismo, escuchando una y otra vez la historia que se dispone a inventar y a contar y a repetir para que nunca termine, desplazando indefinidamente su propio advenimiento como adulto, ese momento fatal en el que el yo deja de tener el tamaño del mundo.