Ignacio Echevarría

Entre las tribulaciones que decidieron a Sancho Panza a repudiar el gobierno de la ínsula de Barataria (Quijote, II, 45-53), las que más pesaron sobre su ánimo fueron, sin duda, las relativas a su dieta alimenticia.



Sentado a la cabecera de una mesa sobre la que se exponen gran cantidad de frutas y "platos de diversos manjares", Sancho, recién estrenado como gobernador, descubre a su lado, en pie, a un personaje con una varilla en la mano. Toda vez que Sancho se dispone a probar un bocado de cualquiera de los manjares que apetece, el personaje en cuestión, tocando el plato con su varilla, da instrucción de retirarlo. A las quejas de Sancho replica que es por su bien, dado que su cometido no es otro que velar por su salud, impidiéndole comer cuanto estima que "le ha de hacer daño y ser nocivo al estómago". La fruta, por ejemplo, "por ser demasiadamente húmeda". O esas tentadoras perdices sazonadas, por resultar malísimo hartarse con ellas. Mucho más convendría al flamante gobernador, "para conservar su salud y corroborarla", contentarse con unos cuantos barquillos y una finas tajadas de carne de membrillo "que le asienten el estómago y le ayuden a la digestión".



El censor de los apetitos de Sancho, estricto observante de las doctrinas de Hipócrates, es "el doctor Pedro Recio", personaje burlesco convertido por Cervantes en precoz parodia de la obsesión dietética que de entonces a esta parte no ha hecho más que exacerbarse.



Entre las bondades de esa especie de potlatch capitalista en que han devenido las Navidades, se cuenta en muy primer lugar la temporal suspensión de los incordios a que suele dar lugar dicha obsesión dietética. Por unos días, parece aceptarse sin reprobaciones que uno pueda excederse en las comidas, y que éstas no se atengan a estrictos baremos nutricionales. Simultáneamente, parecen acallarse o al menos disminuir las tediosas conversaciones en que, al tiempo que se come, se glosan las ventajas o inconvenientes de los alimentos que uno está ingiriendo, y se celebran o condenan las diferentes maneras de combinarlos, con severos juicios sobre su procedencia, cultivo, tratamiento, agregados, etcétera.



Qué tiempos estos en que las inquietudes éticas se han desplazado al cuerpo, hoy depositario de las nociones de excelencia y depravación, de virtud y pecado, de incentivo y penitencia que antaño correspondían al cuidado del alma, o del espíritu, o de la pura y desnuda y más o menos musculada inteligencia (de la que decía Adorno que constituye una categoría moral).



Ya en otra ocasión se me ocurrió trasladar el concepto de dietética al campo de la lectura, y especular con la posibilidad de promover un subgénero crítico consistente en detectar, conceptuar y enfatizar los valores "nutricionales" -vamos a llamarlos así- de este o aquel libro. En función de los mismos, se recomendaría su lectura, se disuadiría de emprenderla, o se establecería la forma en que habría de dosificarse.



Se hablaría así, traduciéndolo acaso al lenguaje convencional de la crítica literaria, de libros con exceso de carbohidratos, o demasiado cargados de azúcares. De lecturas ricas en proteínas o en vitaminas. De prosas fibrosas. De argumentos saturados de grasa narrativa. De los peligros de la sal. De los efectos cancerígenos de tantos conservantes, estabilizantes, colorantes, saborizantes, perfumantes.



Escribo esto y me asaltan instantáneamente un buen puñado de ejemplos representativos. Pero no, no caeré en la tentación de traerlos aquí; al menos no de momento, pues con ello no conseguiría más que desviar la atención de aquello que busco decir, a saber: lo enervante que viene a resultar el hecho de que, en una cultura cada vez más tutelada por valores dietéticos (y concédase a este calificativo toda la extensión que se quiera), los mismos sujetos que tan a menudo los invocan y enarbolan descuiden clamorosamente su propia dieta espiritual, o intelectual, o simplemente mental, llegando a ocurrir que, aun enfundados en cuerpos bien disciplinados, sus pensamientos revienten de colesterol, o sus sentimientos de diabetes.



Al fin y al cabo, lo que mejora la condición -si no la salud- de Sancho el glotón, recuérdese, es la tutela del insensato Don Quijote, del culto e idealista Alonso Quijano el Bueno, antes, mucho antes que la vigilancia de ese doctor Pedro Recio inventado para su escarnio y exasperación.