Ignacio Echevarría

Al parecer, las insistentes impugnaciones de las que vienen siendo objeto tanto la épica como los logros de la transición, han tenido por efecto colateral el cuestionamiento, por parte de algunos, de los méritos y bondades de la narrativa que prosperó en aquellos años. Lo deduzco a partir de las reivindicaciones y apologías que en los últimos meses vienen desgranándose a favor de esa narrativa.



El inminente cumplimiento, el próximo mes de abril, de los cuarenta años transcurridos desde la publicación de La verdad sobre el caso Savolta, de Eduardo Mendoza, ha servido de pretexto para que, con motivo de rendirle homenaje, dos novelistas tan conspicuos como Javier Marías y Antonio Muñoz Molina, representantes muy señeros de esa narrativa de la transición, se sumaran a lo que -desde fuera, al menos- parece constituir una campaña destinada a restituir la idea, mil veces repetida, de que en 1975, año de la muerte de Franco, tuvo lugar un auténtico cambio de rasante del modo en que, en adelante, tanto los escritores como los lectores españoles iban a relacionarse con la literatura de su propio país.



Conforme a este supuesto, la novelas surgidas de ese cambio habrían venido a demostrar que en España podía escribirse con libertad, con humor y frescura, por el sólo gusto de contar, y no "para someter a examen las facultades intelectuales del lector, tampoco para adoctrinarlo políticamente o para jactarse ante él de sus audacias sintácticas o sexuales" (Muñoz Molina). Que era posible "eso que hoy es tan frecuente" pero que hace cuarenta años parecía "un sueño irrealizable", a saber: "que cada uno se creara sus propios lectores" (Marías). Y que de ese nuevo estado de cosas derivó, como cabía esperar, no sólo "un puñado más que considerable" de novelas muy notables, que hoy siguen conservando su aliciente (Jordi Gracia), sino también la emergencia de una pléyade de nuevos autores que, mira por dónde, se cuentan entre los que, treinta años después, acaparan el mayor crédito, las mejores ventas y la más amplia reputación fuera de nuestras fronteras. Sabido es que cada uno cuenta la feria según le va. Pero fue precisamente uno de quienes menos podían quejarse de cómo le fue, Manuel Vázquez Montalbán, quien, a comienzos de los noventa, diagnosticó que "la novela española, como plural reflejo de plurales intentos de reordenar la realidad mediante la palabra y la síntesis, no verifica el antes y el después de Franco: todas las tendencias actuales estaban prefiguradas en los años terminales del franquismo".



Si se aceptan estas palabras (y aun si se discrepa de ellas), se comprenderá bien la perplejidad de quienes, habiendo participado del extraordinario impulso de renovación -de refundación, casi- que, muy a pesar de las circunstancias, se abrió paso en la narrativa española entrada ya la década de los sesenta, vieron su trabajo obviado y grotescamente caricaturizado durante los ochenta, arrojado a la época ominosa que todos, empezando por ellos mismos, querían dejar atrás.



Y bueno, Dios no lo quiera, pero algo parecido podría estar pasando ahora con la que en esos años ochenta se dio en llamar "nueva narrativa española" y que en la actualidad pasa por ser la que más inmediatamente se identifica con lo que cabe entender por "novela de la transición". Se me ocurre que ciertos lectores impacientes por dar de una vez carpetazo a lo que algunos denominan Cultura de la Transición, cuyas secuelas se habrían dejado notar hasta hoy mismo, tiendan a desentenderse de los novelistas representativos de la misma (ya sea por sus novelas mismas, ya por sus actitudes públicas y manifestaciones) y, aprovechando la carrerilla, incurran en una injusticia semejante a la que esos mismos novelistas cometieron con sus predecesores: incluirlos a todos en un mismo saco y, sopesándolos a granel, rebajar las aportaciones y la valía de cada uno.



Si a ello se suma el hecho, más o menos esperable, de que no pocos de esos novelistas han envejecido mal, es decir, llevan tiempo publicando libros blandos, o reiterativos, o autosatisfechos, se comprende que el recuerdo de aquellos años haya terminado por distorsionarse, tanto más en cuanto las expectativas de los más jóvenes lectores se orientan en otras direcciones.



Pero sin duda cabe añadir otras consideraciones, acaso más peliagudas.