Ignacio Echevarría
Quiso la casualidad que, por los días en que se produjo el fallecimiento de Jesús Hermida, con su consecuente despliegue informativo, estuviera yo releyendo, con renovados asombro y admiración, los ensayos reunidos por Rafael Sánchez Ferlosio en El alma y la vergüenza (2000). Los caudalosos plantos, homenajes, tributos, encomios y repasos de los méritos y trayectoria del popular presentador televisivo actuaron, así, de caja de resonancia de mi relectura de un viejo artículo publicado por Ferlosio en 1992 y titulado "Mendigos, tenderos, políticos". El artículo trata sobre la publicidad y de cómo ésta, cuya función original era la de "atraer compradores", tiene ahora por misión la de "producir consumidores". Una aguda observación en la que Ferlosio profundiza en su libro Non olet (2003), y que en el artículo al que me refiero proyectaba sobre el campo de la política. En el camino, ejemplificando distintas maneras en que la intención comunicativa de un discurso es pervertida y a la postre interceptada por los intereses y la actitudes particulares del emisor, es donde sale a relucir el recuerdo de Hermida, sobre cuyos telediarios y el chocante, a menudo hipnótico efecto que producían en el espectador se preguntaba Ferlosio si no serían el resultado de "una singular ineptitud mecánica para la simple emisión de la frase articulada, que dislocaba y hasta obstruía literalmente el flujo comunicativo".A lo que añadía: "No sé si a lo que aspiraba, con las mejores intenciones, era a hacer del hablar televisivo un arte nuevo. Pero esta misma pretensión no podía ser sino algo inconscientemente sugerido por la perversidad del propio medio; sólo en el seno de éste cabe la aberrante idea de que la función de la información no tiene por qué ser, al menos idealmente, una y la misma en cualquier medio, sino que admite variantes, tanto de estilo como de sentido, adaptadas a cada situación y cada receptor. El resultado era que su actuación incidía literalmente como una interferencia en el camino de la transmisión entre las noticias y sus receptores; su voz, su dicción, su arbitrariedad en la articulación sintáctica, su expresión, sus gestos, mucho más que como vehículo transmisor, actuaban como interferencias en la transmisión misma; se habría dicho que su intención era impedir, descombinándolos o recombinándolos en otro sentido, los contenidos mismos, como alguien que, al tiempo que nos está diciendo algo, hace toda clase de ruidos y muecas con la boca, impidiéndonos entender lo que nos dice, o como tratando de alterar o boicotear el contenido mismo".
Con su efecto humorístico incluido, esta descripción se corresponde exactamente con la impresión que recuerdo me producían a mí mismo los telediarios de Hermida. Lo sorprendente, con todo, es el éxito inesperado de tan aberrante fórmula, que en los más de veinte años transcurridos desde que Ferlosio escribiera su artículo no ha hecho sino prosperar, hasta el extremo de que hemos visto desarrollarse paulatinamente (con Hilario Pino y Lorenzo Milá como abanderados) toda una escuela de dicción, de énfasis, de modulación arbitrarias que invita a pensar que los presentadores y reporteros televisivos cultivan, al menos en España, y salvo contadas excepciones, una especie de dialecto específico, casi una melopeya corporativa con una gama de recursos tonales y expresivos desentendidos de toda lógica intencional deducible por el espectador.
Desde este punto de vista, y por virtud -paradójicamente- de las características que destaca Ferlosio, el legado de Hermida no puede menos que estimarse influyentísimo. Y añadiría yo, con todo el respeto, que catastrófico; al menos para quienes añoramos la sola, remota posibilidad de entender lo que alguien dice sin tener que reparar en cómo lo dice.
Me pregunto hasta qué punto cabe pensar que este fenómeno sea sintomático de la deriva comercial del periodismo en general, y no sólo del televisivo, por mucho que en éste se prefigure más acusadamente. En qué medida se ha aceptado ya generalmente eso de que "la función de la información no tiene por qué ser, al menos idealmente, una y la misma en cualquier medio, sino que admite variantes, tanto de estilo como de sentido". Y cuáles vendrían a ser las consecuencias de algo así, que parece socavar los fundamentos mismos de la convivencia democrática.