Ignacio Echevarría
Michel Houellebecq estuvo en España para presentar Sumisión (Anagrama) y todos los medios de prensa se desvivieron por publicar su propia entrevista con él, a quien se pedía que opinase sobre lo divino y lo humano, como si de un oráculo se tratase. Cualquiera que sea el aprecio que se sienta por la obra o la figura de Houellebecq, lo cierto es que una y otra actúan muy eficazmente como revulsivo de ideas, de prejuicios, de lugares comunes. No es que diga nada demasiado sensacional o profundo: simplemente, tiene la osadía y el desenfado de declarar según qué cosas -a menudo obviedades, otras veces boutades, también agudezas- de un modo iluminadoramente provocativo (comercial, cabría decir). Es rara la entrevista con Houellebecq que no contiene alguna "perla" periodística, eso que suele entenderse en el propio medio como "un buen titular". Entre las varias que podrían cosecharse de la reciente avalancha de entrevistas publicadas por la prensa española, destaco la siguiente, extraída de la que le hizo Gonzalo Garcés para Babelia. Preguntado acerca del inevitable asunto de Charlie Hebdo, Houellebecq habla del impacto personal que para él tuvo el atentado, dado que una de las víctimas, Bernard Maris, era amigo suyo. Y añade:"Y además está la cuestión de la libertad de expresión, que me concierne. Esa libertad la hemos perdido. Cuando yo era adolescente, en los años setenta, había más cosas permitidas. En la actualidad, el debate de ideas se limita a la detección de los derrapes. Una vez que el derrape ha sido cometido, el responsable puede disculparse; a eso se limitan sus derechos".
He aquí una declaración característica de Houellebecq, trufada, pese a su brevedad, de facetas discutibles (¿otra llantina elegíaca de un viejo cincuentón?, ¿de verdad piensa que cuarenta años atrás había más cosas permitidas?, ¿dónde?), en la que sin embargo luce una idea bien aprovechable precisamente por su obviedad: la de que "en la actualidad, el debate de ideas se limita a la detección de los derrapes", entendiendo por tales las meteduras de pata, los lapsus, las salidas de tono, las incorrecciones políticas de quienes debaten las ideas. Se hace difícil calibrar hasta qué punto las garantías formales de la libertad de expresión, la conversión de ésta en fetiche o talismán del fundamentalismo democrático, son proporcionales a su irrelevancia en una cultura cada vez más cautiva del llamado "pensamiento único", fórmula que vale más reemplazar por la menos equívoca de "ideología dominante", entendida esta expresión casi como un pleonasmo, dado que, como ya advertía Adorno, "ideología es hoy la sociedad como fenómeno".
El espectáculo reciente de una campaña electoral ofrece un buen trasfondo a la consideración de Houellebecq. Basta que el lector repase mentalmente los eslóganes de los distintos partidos políticos para darse cuenta de su casi perfecta intercambiabilidad mutua. Prueben emplear el slogan de un candidato con la foto y las siglas de otro. Casi cualquier permuta funciona. Cualquiera sea el contenido de los programas en juego, importa mucho más la capacidad de sus portavoces para no espantar al potencial votante con ninguna declaración que pueda alarmarlo. En los pocos debates públicos, milimétricamente escenificados, de lo que se trata, antes que nada, es de hacer perder pie al oponente consiguiendo eso: que "derrape", que se le escape alguna frase inconveniente; no desde luego sobre ningún asunto sustancial (esos ya ni siquiera salen a colación), sino una de esas frases que presuntamente ponen en evidencia la falta de "tacto", de "sensibilidad" del interlocutor hacia cualquier materia de las que en la actualidad provocan el escándalo público y saltan en primer lugar a los titulares de la prensa: sobre las víctimas del terrorismo, sobre el matrimonio gay, sobre las corruptelas, sobre la bandera de turno.
La libertad de expresión es defendida con tanta mayor firmeza en cuanto los márgenes de esa libertad aparecen constreñidos por los tácitos preceptos de la mayoría bienpensante. Asimismo, la democracia es invocada con énfasis tanto más solemne cuanto más firme es la convicción de que el orden global constriñe indefectiblemente toda alternativa política.
Entretanto, políticos e intelectuales fían su predicamento a su virtuosismo de patinadores artísticos capaces de -¡alehop!- prodigar cabriolas sin derrapar.