Museo del Dinero
La idea no es mía. Se la debo a Kurt Vonnegut, que la deja caer muy pasajeramente en Barbazul (1987; Anagrama, 1988), novela que por fin he leído este verano. Qué libro inteligente y divertido. Su protagonista, el viejo Rabo Karabekian, posee la mayor colección del mundo de cuadros de expresionistas abstractos norteamericanos. Él mismo se codeó con los pintores fundamentales del movimiento, y a punto estuvo de conquistar la misma gloria que ellos, de no ser porque le dio por utilizar una nueva marca de pintura que, transcurrido un tiempo, se desprendía de la tela. Cuando eso empezó a ocurrir, el escarnio público obligó a Rabo Karabekian a hacer mutis por el foro, no sin antes haber almacenado decenas de grandes lienzos con las que sus amigos solían pagarle las deudas que habían contraído con él, el más adinerado del grupo. En la actualidad (años ochenta), el viejo Rabo vive suntuosamente en una gran mansión del East Hampton, Long Island, sin saber muy bien qué hacer con su dinero ni con su soledad. Entre sus escasas relaciones se cuenta su vecino Paul Slazinger, novelista fracasado a quien Rabo subvenciona condescendientemente. Es Paul quien, durante una de sus conversaciones, sugiere a Rabo construir "un Museo del Dinero, con bustos de los mafiosos de la bolsa y de los especialistas en operaciones comerciales turbias y de los capitalistas aventureros y de los banqueros y de los pelotas de oro y de los escaladores de platino, metidos en nichos, con sus estadísticas grabadas en piedra: cuántos millones habían robado legalmente y en qué poco tiempo".
La idea queda apenas apuntada en estos términos tan vagos, pero no me dirán que en los tiempos que corren no merece ser de nuevo sopesada, al menos aquí, en este país nuestro tan dado -hasta hace poco, al menos- a construir museos de cualquier cosa, con cualquier pretexto.
¡Un Museo del Dinero! ¿Cómo no se nos había ocurrido antes? ¿Qué otro asunto de más interés que éste y que mejor contribuya a procurar a la sociedad las claves tanto de su presente como de su devenir? ¿Qué otra cosa puede incentivar más al público, al gran público, que conocer y reconocer a sus héroes y villanos de la vida real, conmemorar sus hazañas, sus victorias y fracasos, sus logros, sus destinos siempre admirables, sus mitos?
Por supuesto que la cosa debería ir más allá de lo que propone con bastante tosquedad imaginativa el bueno de Paul Slazinger. No digo yo que lo de los bustos con sus nichos esté mal, qué va; tiene su gracia imaginarse así expuestos -y ciñéndonos de momento a España- a Jesús Gil o a Mario Conde, por no citar nombres de más actualidad, que todos tenemos en mente. Pero resultaría un poco monótono; y por otro lado conviene contar con el morbo de los espectadores y el resplandor de según qué fetiches. De modo que nuestro Museo del Dinero expondría además, con su correspondiente leyenda explicativa, cosas como esa campana que Rodrigo Rato hizo sonar tan contento el día de la salida a bolsa de Bankia, o algunas de las famosas tarjetas negras de Caja Madrid, o el teléfono de Teddy Bautista en la SGAE, o una de las libretitas de Bárcenas, o cualquiera de los retratos pintados por Hernán Cortés para el Senado…
Son simples ejemplos tomados al tuntún, a cualquiera se le pueden ocurrir infinitos más. Al Museo del Dinero nunca habrían de faltarle objetos que exponer, todo lo contrario: su director se las vería y desearía para seleccionar convenientemente sus fondos amplísimos y decidir en cada momento qué piezas resulta más pertinente exhibir. Se trataría, claro está -ese de director del Museo del Dinero-, de un puesto casi político, sujeto a severísimas presiones, pero con una nada desdeñable proyección cultural. De hecho, los pelotazos culturales constituirían una sección muy suculenta del museo, que no sólo por eso, sino por su aportación decisiva a la memoria histórica y a la conciencia nacional, debería ser una prioridad de las autoridades, dado que -estarán ustedes de acuerdo- resultaría insensato poner en manos de la iniciativa privada una bicoca como ésta.