En nuestro país, la primera señal de que un escritor ha muerto suele ser la necrología que con siempre admirable puntualidad escribe de él Juan Cruz. Hace ya mucho que nos hemos acostumbrado todos a que así sea. Más difícil es resignarse a que esa misma necrología, por lo común zurcida apresuradamente a golpe de tópicos y cursilería, sea la que imponga la nota de casi todo cuanto se escribe a continuación sobre ese mismo escritor.
Repasar el abultado dossier de notas y artículos publicados a propósito de la reciente muerte de Rafael Chirbes da lugar a melancólicas consideraciones, no todas relativas a la tristeza que por sí sola produjo la noticia. Las vacaciones explican según qué cosas, pero no la instantánea fosilización del juicio crítico, la reducción de una personalidad, de una obra, de una apuesta literaria a los lugares comunes promovidos por las solapas de sus libros y los manuales al uso.
Cosas del periodismo cultural, ya se sabe. Como bien observaba un amigo, pocos días después moría Lina Morgan y parecía que todo se repetía. La culpa es de los muertos, probablemente. Cómo se les ocurre.
Chirbes debutó como novelista en 1988. Su trayectoria como escritor despegó en un período en el que me dediqué de forma regular a la crítica literaria, con particular atención a las novedades de narrativa española. A partir de En la lucha final (1991), que juzgué fallida, reseñé puntualmente todos los libros que Chirbes fue publicando. Elogié con convicción La buena letra (1992) y Los disparos del cazador (1994). Puse objeciones, sin embargo, a La larga marcha (1996), con la que Chirbes se impuso objetivos en los que no había de cejar, y que le procuraron sin duda sus mayores éxitos y reconocimientos, por mucho que me siga pareciendo que así fue a costa de diluir en el empeño las notas más delicadas y peculiares de su talento.
Mi reseña de La larga marcha dio ocasión a que Antonio Muñoz Molina enhebrara, en supuesta defensa del libro, una insidiosa andanada con la que daba rienda suelta a viejos rencores. El ruido armado por su columna -a la que sólo cabía replicar pasándola por alto- tuvo por efecto el sabotaje de la siempre fértil relación que se establece entre un escritor y el crítico que, con más o menos acuerdo, hace un seguimiento atento de su trayectoria. La tenue pero cordial relación personal que yo mismo mantenía con Chirbes, a quien conocí por vía de nuestro común amigo Constantino Bértolo -oportuno editor de La buena letra-, quedó también interrumpida. Y asistí como simple espectador al triunfo y consagración de un escritor al que era de agradecer que tratara siempre de no infatuarse, asumiendo con escepticismo la bonanza de la que disfrutaban sus libros en unos tiempos particularmente favorables para sus rumbos.
Me asombra que se sugiriera tan repetidamente que Chirbes padeció, hasta tiempos recientes, el ninguneo y los desprecios de la crítica. Me irrita el oportunismo de quienes reivindican y celebran posiciones éticas a las que tildan así para desactivar su carga política, obviando de paso el hecho de que ellos mismos encarnaban lo que esas posiciones combatían. Me revuelvo contra la tendenciosa beatificación de Chirbes como venerable anacoreta que predicaría verdades y penitencias envuelto en los hábitos conmovedoramente andrajosos de un comunismo recalcitrante.
Chirbes fue un escritor lleno de dudas, que resolvió en parte acudiendo al venero de su rabia, haciendo circular ésta por los bien rodados cauces de un denunciador realismo de corte existencialista. Él mismo tuvo que aplacar sus propias suspicacias respecto de su éxito, preguntándose por las razones de que tantos de sus lectores besaran el látigo con que los azotaba. En su apartamiento (no su soledad, pues como escritor nunca estuvo solo, menos aún en los viejos tiempos), añoraría interlocutores con los que discutir sobre las perspectivas de toda lucha que asume de partida las armas y el campo de batalla del enemigo; sobre si se puede subvertir el discurso imperante sin pervertir su sintaxis. A nadie le cabe cuestionar la honestidad de su empeño, menos aún su fortuna. Pero la obra de Chirbes no debería quedar como objeto de culto, sino como revisable testimonio de una época, como doliente documento de contestación y litigio.